Evangelio según san Juan 20, 11-18
Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, del lugar donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Raboní!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”.” María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”. que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
Noli me tangere, Fra Angelico
El ser humano es lo que es a los ojos de Dios.
Francisco de Asís
Muchos creerán que fui una prostituta a
la que él perdonó los pecados y aceptó entre sus discípulos. Ignoran la fuerza
que despertó en mí, la que me puso en disposición de seguirle para siempre. Por
eso fui la primera en verle después de aquel terrible y memorable día. No
habría podido ver su cuerpo glorioso, vencedor de la muerte, si él no me
hubiera preparado para ello, mostrándome lo que hace falta para llegar a ser
una discípula, con ojos que ven y oídos que oyen. No se puede ser discípulo
suyo si no se renuncia. Soy María de Magdala, pecadora arrepentida, prostituta
durante años, aunque no como el mundo cree, pero soy, sobre todo, María, la
discípula. Una frase sencilla y directa y mi corazón se dispuso a abandonar un
mundo de lujos y belleza aparente, de halagos hipócritas y poder mundano. Bastó
oír su voz para empezar a romper las cadenas que yo misma había forjado.
Ya creía saber de él; otro profeta,
pensé, acaso más atractivo y enigmático. Recuerdo cuando le oí decir: el cielo y
la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Me pareció hermoso y
sugerente, pero hacía falta algo más para que sus palabras poderosas empezaran
a resonar y dar fruto en mi interior. Hacía falta tiempo, afrontar miedos y
dudas, prejuicios, ideas falsas, resistencias, orgullo, egoísmo.
Yo había oído hablar de él, y él
también había oído hablar de mí. Ahora sé que al verme ya me conocía mejor que
nadie, mejor sin duda que yo misma. Por eso dijo: María, yo te amo, los
demás no te aman. Y supe que no se refería a lo que confundimos con amor.
Me amaba por mí, como un hermano, un padre, un hijo, un amigo fiel, y más,
mucho más, infinitamente más, porque él está más allá de lo que limita
y condiciona a los hombres. El me amaba, me ama, con su naturaleza divina e
inmortal.
Él dijo: María, yo te amo, los demás
no te aman, y todo se transformó dentro y fuera de mí. Ya no podía
entregarme a ningún hombre, porque había comprendido que yo no era un cuerpo,
una mente, una posición de privilegio en un mundo de ciegos y sordos. Empezaron
a decir de mí que era una prostituta; aquellos a quienes antes ofrecía mis
favores, sintiéndome aceptada y valorada, no pudieron soportar mi indiferencia.
Fue el inicio de la leyenda que me acompaña desde entonces. Pero yo solo me
había entregado a ellos a cambio de una ilusión, la ilusión de amar y ser
amada. Y él me hizo ver que aquella ilusión era una trampa que me estaba
robando la vida.
María, yo te amo, los demás no te aman, bastaron estas palabras en su voz
profunda para que despertara y me viera a mí misma por vez primera. Fue duro
aceptar la vida que había llevado, pero él había encendido una esperanza
inmensa, y seguirle fue desde entonces mi destino. Si antes todo era ilusión, vanidad,
mentira, en adelante, sería verdad y coherencia. Junto a él fui
despojándome de lo accesorio, aquella personalidad que se había manejado con
soltura en un mundo de sombras y artificios y se reveló como un lastre, un
disfraz incómodo y estrecho. Él hizo nacer en mí una mujer nueva, libre y
consciente. Una conciencia que a su lado fue creciendo y expandiéndose. Llegué
a sentirme tan unida a él, tan entregada a su obra y su misión, que hasta sus
silencios eran enseñanza. Mi alma se iba empapando de una sabiduría que la
mente por sí sola es incapaz de concebir. Él hizo vibrar en mí, en perfecta
armonía, cuerdas que nunca se habían oído.
Había conocido hombres notables,
inteligentes, eruditos, sabios algunos, pensaba. Pero solo él era la fuente de
toda sabiduría, por eso atravesó dudas y reservas y llegó hasta mi tristeza,
alumbrando los rincones más oscuros. María, yo te amo, los demás no te aman.
Era cuanto necesitaba para seguirle: el camino, la verdad, la vida auténtica a
mi alcance, la llave de mi libertad.
Nunca dejé de mirarle y escucharle. Mirarle mirar fue una de las experiencias más reveladoras que recuerdo. Verle mirar a un niño, como si lo estuviera concibiendo en el vientre de un mundo nuevo. Mirarle mirar a su madre, iluminando su existencia, haciendo que en esa mirada confluyeran todas las madres, todos los hijos, la madre, el hijo. Verle mirarme, reconocerme en su mirada, el único espejo donde quiero reflejarme eternamente. Y contemplarle también cuando no sabía que le miraba, o eso parecía. Su pelo ondulado, movido por el viento, su belleza esencial, la fuerza hermanada con lo vulnerable, su caminar, tranquilo.
Al principio me preguntaba
cómo era posible que un hombre con una responsabilidad como la suya fuera capaz
de expresar con su cuerpo tanta paz. Me
sorprendió más porque yo estaba tensa incluso cuando aparentemente descansaba.
Desde niña me acostumbré al cuello rígido, los puños cerrados, la mandíbula
apretada como si me defendiera. Y empecé a pensar que alguien que tiene fe en
Dios no puede mostrarse crispado, sería una contradicción, y fui entendiendo
que creer en Dios y creer en él es lo mismo. Mi cuerpo empezó a hacerse
flexible, mis puños se abrieron y en mi rostro fue apareciendo una expresión
confiada. Por eso dicen que él me liberó de siete demonios, los demonios del
miedo, la tristeza, la ira, el desencanto, el egoísmo, el orgullo, la
impaciencia.
María, yo te amo, los demás no te aman… La primera cadena que se rompió fue
la de necesitar ser nada para nadie. ¿Cómo desear ser nada para nadie cuando has
logrado ser tanto para el que es todo? Qué absurdos aquellos afanes, qué triste
aquella sed angustiosa y febril que nada podía saciar...
Pero las cadenas por romper y las
prisiones por derribar eran muchas. Llegué a comprender, a un nivel al que el
lenguaje no llega, que la salvación que prometía era para mí, para los que
habían hecho posible mi nacimiento y para muchos más, para todo aquel que le
abriera el corazón. Porque creer en él salva de un largo y doloroso
aprendizaje. Son sus méritos los que, al aceptarlos, nos salvan y liberan
definitivamente. En eso consiste el esfuerzo, en acoger, en dejar de resistir.
Qué esfuerzo para algunos llegar a ese abandono total, esa pasividad aparente, donde todo se
realiza.
Él lo dijo con claridad: Yo Soy la
resurrección y la vida... Y dijo también: Yo Soy el camino, la verdad y
la vida. Pero el hombre aún no está preparado para las palabras sencillas,
está demasiado cómodo con su esclavitud, parece no querer liberarse de esa
condena ancestral a la que ya se ha acostumbrado.
Él lo dijo con la transparencia del
agua, pero advirtió también que no todos tienen oídos para oír. No está el
hombre acostumbrado a la claridad... Son demasiados años, demasiados siglos
engañándonos a nosotros mismos.
Le seguí hasta el final, hasta donde
solo su madre y Juan le siguieron, hasta ese tremendo final que tres días
después se transformó en un maravilloso principio del que fui primer testigo.
Y él se ha quedado, fiel a su promesa,
junto a nosotros. No me hace falta verle para percibir su presencia, ni me hace
falta escuchar su voz para saber que me ama con ese amor único que despierta y
transforma, que salva y libera. Sigue diciéndome María, yo te amo, los demás
no te aman. Una sola vez mis oídos lo oyeron, pero fue un momento decisivo, que hace que esas palabras perduren y sean pronunciadas
también ahora, siempre.
Trabajamos, nos esforzamos, seguimos
caminando mientras es de día, pero es un afán sereno, porque en el fondo ya hay
poco que hacer en el mundo. Solo mirarle, escucharle, seguirle, hacer lo que
nos dice: amar, perdonar, pero sobre todo, permitir que sea él quien
ame, perdone, viva en nosotros. Lo demás viene, como él nos recuerda cada día,
por añadidura.
Y tú, que me sueñas y evocas, sabes
bien a qué me refiero, por eso te miras en mí. Al principio también surgió en mí cierta
rebeldía. Yo ya "sabía" mucho, creía en realidad saber, porque conocía a los sabios
persas y los filósofos griegos. ¿Quién era ese hombre que me hacía sentir como
si nada de lo que hubiera estudiado o vivido tuviera algún valor? ¿Cómo se
atrevía a cuestionar mi pasado y mi persona? Pero no tardé en aceptar que solo
él podía cuestionarme o poner mi vida del revés, porque era cierto que solo él
me amaba. Él tenía toda la autoridad, porque él es el amor. El amor que
era, que es, que viene siempre.
María, yo te amo, los demás no te aman. Llevé esas palabras conmigo durante
años. Las medité, evoqué la voz al pronunciarlas, me alimenté de ellas. Eran
mucho más que una declaración. No despreciaban ni excluían el amor que puedan
tener los demás, al contrario, lo engrandecían y dignificaban. Era una manera
sencilla y directa de decir que su amor no es de este mundo de formas y
apariencias, de nombres y egoísmos, sino de ese otro mundo, real y eterno, cuya
puerta es su voz y sus silencios, sus ojos y sus manos, su vida, su muerte, su
resurrección.
Solo él enciende el fuego que eleva y
transforma, la llama de amor viva que ha de ser avivada, para que siga
purificándonos, liberándonos de lo que no somos, ensanchando más y más nuestro
horizonte.
A veces volvía a evocar su voz sin
proponérmelo, María, yo te amo, los demás no te aman, como una
invitación a contemplar ese misterio de amor, inagotable en su sencillez,
atravesando los velos que solo aparentemente nos separan.
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