Evangelio de Marcos 4, 26-34
Fotograma de La Pasión de Mel Gibson |
Cristo es el Reino y viene a dárnoslo, viene a darse. De ahí el versículo que repetimos en el Salmo de hoy: “Es bueno darte gracias, Señor” (Salmo 91). Un Niño nacido de una joven virgen es, como dice la cita que abre este post, más grande que todo nuestro mundo, más grande que todo. Y cuanto toca ese bebé-semilla, que es Dios, se transforma y adquiere un potencial que no se ve, pero que está lleno de Su misma Vida. Así será la resurrección, que transformará el polvo en cuerpo glorioso y eterno…., como anuncia la segunda lectura (Corintios 5, 6-10).
El “reino de Dios” es el centro del Evangelio, de la buena noticia que anunciamos y queremos vivir. Un reino cercano (Marcos 1,15), interior (Lucas 17,21), presente y actual (Mateo 20,28). Lo Infinito se nos da por pura gracia para unirnos a Él y devolvernos la semejanza perdida con nuestro Creador.
Solo hace falta conocer lo que se nos ofrece, disponernos a recibirlo, confiar y soltar todo lo nuestro, lo que hemos creído que somos. La semilla es tan pequeña, y tan grande a la vez, que necesita que no haya otras semillas porque requiere espacio para crecer y desarrollarse.www.viaamoris.blogspot.com
Nada, nada, nada, y en lo alto del monte, nada…, cantaba San Juan de la Cruz. Es lo necesario para la fecundidad: vacío y “hágase”, vacío y Fiat. Si el útero de la mujer está lleno, no es posible una nueva concepción. María, que concibió sin necesidad de hombre, lo hizo a través del “hágase” incondicional. Una mujer que quiera concebir necesita un útero vacío, disponible, receptivo. Un alma que quiera concebir el Reino, que es Cristo, necesita ese mismo vacío, que en el alma es el Fiat.
Es lo que buscan tantas tradiciones orientales en sus prácticas y meditaciones. Logran a veces el vacío, la receptividad, la disponibilidad, pero falta la semilla, el propósito divino, la divina voluntad. Así es también el poema esencial. Nace de un anhelo, de un vacío receptivo, dispuesto a acoger. Si se siembra la semilla de belleza y verdad, nace el canto. El Magnificat, el canto de María, es la expresión más bella de esa humildad disponible, de esa pequeñez inmensa, de ese enaltecimiento de los que se hacen pequeños, como niños, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Así es también el Sagrado Corazón de Jesús, que contemplamos especialmente este mes; aparentemente pequeño para los ojos, tan pequeño que la punta de una lanza pudo traspasarlo, tan infinito que inundó el universo de pureza y vida, de perdón y gracia, de la plenitud divina que contenía desde antes de todos los tiempos.
Porque ese Corazón que mana sin cesar es el Dueño del tiempo. Si no recibimos Su Vida, el tiempo vence, aplasta, cercena, aniquila, malogra lo que deberíamos ser. Si La recibimos, el tiempo se rinde y se inclina, adorando a Su creador, y ya no hostiga ni empuja ni golpea, se convierte en aliado, en balsa segura que conduce a la orilla donde el Maestro espera con un pescado en la brasa, para seguir alimentándonos como ha hecho siempre, desde el inicio de los tiempos, que son Suyos.
Al comulgar, es Dios quien entra en ti; y en Él está todo: la Creación (Padre), la Redención (Hijo), la Santificación (Espíritu Santo) a la que estamos llamados, esto es, la semejanza con Dios. Cristo entra en ti y, si lo acoges y dejas que se quede, te convierte en Sí Mismo.
El milagro de los milagros; porque milagro es algo que supera las leyes naturales, y en esa comunión, conscientemente recibida, es vencida nuestra naturaleza caída. Se deshace el pecado original y se restaura la vida divina que se dio a Adán, pero con mucho más, infinitamente más de lo que Adán recibió: con la Sangre de Cristo redentora, sus llagas benditas, la herida de su costado, tan pequeña como la punta de una lanza, tan grande como para abarcar toda la Creación, toda la Redención y a todos los que aceptan esa Redención, que es el inicio del Reino.
Felix culpa, dijo San Agustín, que intuyó la magnitud de lo que se nos dio con la Muerte y Resurrección de Cristo, la primera semilla triturada que dio origen al Árbol de la vida. En Sus ramas se posan los redimidos, y en Su savia fluye Su preciosísima Sangre junto con la del que se atreve a ser más que redimido, más que salvado, se atreve a morir, nueva semilla triturada, para ser otro Cristo.
La Eucaristía es por eso el rostro visible del Señor. En Juan 12, cuando Felipe y Andrés le dicen al Maestro que unos griegos quieren verle, la respuesta de Jesús es desconcertante: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará.”
Parece una respuesta rara, pero si nos damos cuenta de lo que está diciendo en profundidad, sabemos que es el modo de mostrarse ante nosotros: como el sembrador y como la semilla. Por eso se presenta así ante los griegos, porque Él es el primer grano de trigo que ha muerto para que surja el Pan de Vida.
Ser fecundos y disponibles para acoger la semilla del Reino y ser, además, la semilla: morir para dar vida, desaparecer para Ser y mostrar con nuestro rostro el rostro de Jesús. La Eucaristía es el rostro del Señor que se presenta en forma de pan; por eso dice el salmo 24: que se alegren los que buscan al Señor. Buscamos su rostro y queremos reflejar su rostro. Seguimos su ejemplo en dar la vida para tener Vida.
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