Evangelio de Mateo 20, 1-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido”. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?” Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: “Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Él replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
Lo que da Dios es su esencia y su esencia es su bondad
y su bondad es su amor. Toda la pena y toda la alegría provienen del amor.
Maestro Eckhart
¿Queréis una prueba de la diferencia evidente y cierta
que separa el Antiguo Testamento del Nuevo?... Escuchad lo que el Señor dijo
por boca del profeta: "Grabaré mis leyes en vuestras entrañas, y la
escribiré en vuestros corazones" (Jr 31,33). Si la Ley de Dios está
escrita en tu corazón, no produce miedo (como en el Sinaí), sino que inunda tu
alma de una dulzura secreta.
San Agustín
El
Evangelio de hoy nos presenta una antigua parábola judía, pero en una nueva
versión. En la versión antigua, los trabajadores de la última hora trabajaban
tanto que el fruto de su esfuerzo se podía comparar al de aquellos
que habían trabajado desde el alba, a ritmo más pausado y con menos
intensidad. Jesús le cambia el final, en línea con el cambio sustancial y
definitivo que supone Su enseñanza, el Nuevo Testamento, con respecto al
Antiguo. Él lo hace todo nuevo; pasamos de la religión externa del mérito y la
recompensa, a la Ley del amor y la misericordia.
Jesús
cambia el viejo paradigma mercantilista del ganar, comparar, competir, separar,
defender, acumular, por el don gratuito, que nos enseña a compartir, confiar,
unir, liberar, amar… Esta parábola–alegoría nos hace reflexionar sobre
dos enfoques de la vida y de la realidad. Conectamos con el segundo cuando
recordamos que Dios ha dispuesto todo para nuestra felicidad antes de los siglos
y que para Él no hay tiempo; por eso, la bienaventuranza ya está derramándose
sin medida sobre todo el que quiere recibirle. Es la sabiduría del Reino,
basada en la Ley del corazón; no la del mundo y sus estrategias de ataque y
defensa, de ventaja y separación.
Estamos
llamados a vivir desde nuestra verdadera esencia, y eso nos permite soltar los
condicionamientos y la rigidez de pensar como el mundo, para aprender a pensar
como Dios, para ver en el otro a uno mismo y reconocernos como Uno; viña y
viñador, trabajador y dueño de la viña, contratado al alba o en la hora
undécima.
Jesús,
el nuevo Moisés, nos presenta un nuevo orden de mandamientos y un
nuevo orden de cumplimiento, porque Él hace nuevas todas las cosas.
Nada de medias tintas; perfección, pero no como la del mundo, sino como la del
Reino, basada en la actitud, la intención y la pureza de corazón. Comprendemos
así cómo es más importante la sinceridad y la voluntad de perfeccionarse que la
propia perfección.
Como
San Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad (2 Cor 12, 9-10), con
la alegría y la confianza del que sabe que hay Alguien que completa, restaura,
perfecciona todo, toma las faltas, las distorsiones e incoherencias del pasado
y las transforma en coherencia y propósito puro, claro, lleno de sentido. Por
muy admirables que puedan parecer nuestras obras, somos simple canal de un
poder superior, sin el que nada podemos. Nuestro único mérito es la entrega
plena, que nos permite ser cauce de la voluntad divina.
Intentar
poner a Dios a nuestra altura es uno de los recursos que usamos para buscar
asideros en el mundo. Pero ¿cómo querer comprender Lo Insondable, si no nos
atrevemos a sumergimos en Ello? A menudo seguimos llenos de personajes tibios,
egoístas, interesados, capaces de querer reducir lo sagrado, a un intercambio,
un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola. Pero
el Misterio no se vende, ni se accede a Él por una razonable explicación humana
o por un limitado guión de moralidad.
En
la lógica del amor, no hay nada que hacer, ningún sitio al que llegar, ningún bien
que merecer. Sólo hay que Ser, vivir lo que somos, trascendiendo los
condicionamientos, los pensamientos dualistas de intercambio, comparación y
competencia… Jesús vuelve a demostrarnos que los verdaderos discípulos están
por encima de acumulación de méritos, búsqueda de ventajas, o concepciones
mercantilistas basadas en una justicia humana, siempre limitada, muchas veces,
diabólica, es decir, separadora. Porque lo que tiene que ver con el Espíritu no
puede ajustarse a esa justicia maniquea, basada en una
correspondencia razonable; el Espíritu sopla donde quiere, más allá
de razón y medida.
Solo
los soberbios y egoístas, que creen que pueden hacer algo por sí mismos,
se disgustan si no se sienten debidamente recompensados. Pero, ¿de qué
sirven los esfuerzos personales y los méritos aparentes del que se vive
separado y, por afanarse en controlar, preservar, defenderse, no se da cuenta
de que todo es gracia, derroche generoso, don gratuito? Si recuperamos la
inocencia esencial que nos hace reconocernos como viña y viñadores, contratados
al alba o al atardecer, nos alegrará saber que el salario es el mismo para
todos.
Nos
basta Su gracia, ante la que el ego
se rinde, porque no son los esfuerzos personales los que nos permiten
salvarnos, sino la entrega confiada que nos pone en Presencia del Señor y nos
prepara para caminar por Sus sendas y seguir Sus planes. Es morir a uno mismo y nacer al Sí mismo, que hace posible el santo
abandono y, con él, ese despertar sencillo, directo y gozoso que nos descubre
que la única tarea verdaderamente importante en este mundo es dejarnos mirar,
amar y transformar por Él.
Todavía hay quienes creen que los méritos son suyos, de su valía personal y de sus esfuerzos. Se vanaglorian de haberse ganado por su talento y tenacidad, un cierto nivel por encima de los demás, y esperan su recompensa. Pero esperan en vano. Si no reconocen y asumen con lo más profundo de su ser que todo lo bueno viene del Señor y que el único esfuerzo, que no es poco, consiste en aceptar tanta gracia, cuando acabe su tiempo ya habrán recibido su recompensa, y quedarán al otro lado del enorme abismo, eternamente ajenos a la dicha inefable de aquellos que han logrado hacerse como niños, sencillos, puros, humildes, agradecidos.
En la medida en que te abres a ese derroche de gracia y amor, te vas pareciendo al Señor cuya misericordia está más allá de lo razonable o lógico, y te alegras con cada “trabajador” que recibe su salario. Sin ego, sin envidia, intereses ni competencia; en la lógica de la gratuidad, siendo lo que Somos: libres, generosos, limpios de corazón, entramos en el Reino de la Bondad, el Amor y la Abundancia, el Reino de la Alegría.
En ti, Salomé Arricibita
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