Evangelio según san Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola. “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”
La
prolijidad en la oración a menudo llena el espíritu de imágenes y lo disipa,
mientras que a menudo una sola palabra tiene por efecto recogerlo.
San Juan Clímaco
Las
oraciones deberían ser como fuentes espontáneas que brotan de nuestro amor y de
nuestro desamparo.
Paul
Sedir
Desde
hace siglos, en la oración de los ortodoxos es frecuente la plegaria de Jesús,
también llamada oración del corazón, que se basa en la parábola que hoy leemos
y dice: Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí, pecador. Se une en ella la petición de gracia y perdón a
la conciencia de sí como pecador.
El
obispo Teófano decía que la fuerza de esta plegaria no reside en sus palabras,
que, además, tienen muchas variantes, sino en la constatación de nuestro estado
caído frente a Dios en Su estado de perfección.
El
fariseo se ha quedado apegado en su falsa autoimagen, como vemos en el blog hermano, www.viaamoris.blogspot.com. El republicano, en cambio, es consciente de su
condición, de sus limitaciones, pecados y miserias, y esa consciencia y su entrega confiada de sí
mismo, pobre y necesitado, a Dios, logra transformarlo, justificarlo,
santificarlo.
No
basta con mirar hacia arriba para ser elevados. Hace falta la humildad de mirar
a lo más bajo de uno mismo (humildad, de humus,
tierra), hay que descender a los infiernos con Cristo, para con Él, recoger
todo, reasumir todo, si queremos, por El, resucitar. Felix culpa, decimos entonces con San Agustín, feliz culpa que nos
ha merecido tal Salvador. Porque, si bien es cierto que somos nada, miseria,
limitación, por Cristo, con Él y en Él,
como repite la liturgia, somos todo, hijos y coherederos del Reino. Es el
Milagro de Amor.
El gesto de Dimas, el buen ladrón, capaz de robar el cielo al mismo Dios con una
sola plegaria lo tiene el publicano que
vemos hoy. Un solo gesto, una sola oración de entrega total y confianza plena,
para la que hay que prepararse mucho, pero en un sentido contrario a lo que el
mundo entiende por preparación. Prepararse, formarse para un gesto, una
actitud… Formación muy exigente pero no para acumular conocimientos o práctica,
sino para desnudarse, soltar, dejar ir, llegar a ser verdaderos pobres de
espíritu frente a los soberbios y prepotentes…
La
vida por sí sola ya nos da esa enseñanza, nos va quitando todo… Pero podemos
aprenderlo de una sola vez si somos humildes y valientes. Mira tu miseria con
valor, sin miedo a espantarte de ti mismo, sin paños calientes, sin mirar de reojo.
Mira tu tiniebla y podrás ver la luz con que Él te mira. Entonces volverás a
ser hijo de la luz, por Su infinita misericordia. Maravíllate y reconoce de
Quién te viene tanta gracia. No te apropies de nada, no te atribuyas nada… No
lo necesitas porque, por Él ya lo tienes todo…
Dice Isaac de Nínive: ¿Qué es
entonces la oración espiritual? Es el símbolo de nuestra condición futura.
Acuérdate de mí, cuando llegues a tu
Reino, dijo Dimas, y
podemos decir siempre… Pero, añadamos…: Tú
ya estás en tu Reino, y el Reino en mí… Acuérdate…, recuérdame que te recuerde
y recuerde que tú completas todo, integras todo, lo elevas y transformas todo…
Invocando
Su nombre y Su misericordia (miseri /cordis),
para que Él lleve nuestra miseria a Su Corazón y la disuelva, vamos llegando a
niveles más sutiles de verdadera Comunión. Así lo expresa William Johnston:
“Les sucede algo similar a quienes recitan la “oración de Jesús”. Puede que
empiecen rezándole al Jesús de Nazaret histórico, que anduvo sobre las aguas
del Mar de Galilea; pero a menudo que trascurre el tiempo, dejan atrás las
imágenes, pues su vista está ahora fija en el Verbo que nos ilumina a todos, en
el Hijo que está de pie a la diestra del Padre, en la Segunda persona de la
Santísima Trinidad. A través de la unión con el Hijo, se ven divinizados.
Haciéndose “partícipes de la naturaleza divina” se dirigen al Padre en el
Espíritu. Su oración se vuelve, pues, trinitaria.”
Jesús, tú mi alfarero, Hermana Glenda
La verdadera religión no es más que un
intercambio entre el espíritu del hombre y el espíritu divino. Si el templo de
Dios es el cuerpo cósmico del Verbo, el corazón de Jesucristo es el altar de
dicho templo. Cualquier obra buena, cualquier petición o cualquier
agradecimiento va del corazón del hombre al de Jesucristo y allí es aceptado
por el Padre porque Dios no admite nada que no haya pasado antes por el corazón
de Su Hijo para ser allí purificado, sublimado por los tiernos cuidados de
nuestro eterno Amigo.
Todo
lo que el hombre pueda obtener de lo más bello y de lo más limpio, lo minimiza
en cuanto lo toca. Todo aquello que a nosotros nos gusta llamar como nuestros
méritos, debe pasar por las manos del gran Alquimista para que lo transmute en
la preciosa Quintaesencia, para que puedan resistir al Espíritu Santo, si no,
serían reducidos a cenizas. Esto es lo que se llama santificar una cosa,
transformarla, trasplantarla de lo natural a lo sobrenatural, de lo local a lo
universal, del tiempo a la eternidad, de la muerte a la vida. Y el único que lo
puede hacer es el Alquimista que bajo a la Tierra y se hizo hombre para
liberarnos: Jesucristo.
De tal modo que el discípulo se repetirá sin
cesar que él no es nada, que todo aquello que haga bien no es él sino Cristo
quien lo hace en él y por él, porque desea su pobre corazón enfermo más de lo
que nosotros podamos desear el más bello de los tesoros. Que es de Cristo del
que puede esperar todo, todo en inteligencia, todo en amor, todo en fuerza y
que gracias a la maravillosa locura que es el amor, ese pobre hombre, de
aspiraciones tan pequeñas, tan miserable en sus idolatría, tan versátil en sus
voluntades, este pobre esbozo de hombre puede ser recibido por el Verbo
pudiendo convertirse en una parte de su esplendor, en un rayo de ese sol.
Paul
Sedir
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