Evangelio de Mateo 25, 1-13
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos esta parábola: “Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes
que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas
eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se
proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite
con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A
medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”
Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus
lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que
se nos apaga las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no
hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo
compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde
llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él
respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no
sabéis el día ni la hora.”
Las vírgenes prudentes, Tintoretto |
Despierta, tú que duermes,
levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
Efesios 5, 14
Comentarios al Evangelio de hoy, por Santa Gertrudis de Helfta (1256-1301), monja benedictina, y el Cardenal Newman. Dos miradas, dos comprensiones, dos sensibilidades que nos recuerdan que Dios es todo en todos (1 Corintios 15, 28). En www.viaamoris.blogspot.com la mirada de una necia que quiere ser prudente.
¡QUE LLEGA EL ESPOSO! SALID A RECIBIRLO
Mi Dios, mi dulce Noche, cuando me llegue la noche de esta vida, hazme dormir dulcemente en ti, y experimentar el feliz descanso que has preparado para aquellos que tú amas. Que la mirada tranquila y graciosa de tu amor organice y disponga con bondad los preparativos para mi boda. Con la abundancia de tu amor, cubre la pobreza de mi vida indigna; que mi alma habite en las delicias de tu amor, con una profunda confianza. ¡Oh amor, eres para mí una noche hermosa, que mi alma diga con gozo y alegría a mi cuerpo un dulce adiós, y que mi espíritu, volviendo al Señor que me lo dio, descanse en paz bajo tu sombra. Entonces me dirás claramente: "Que viene el Esposo: sal ahora y únete a él íntimamente, para que te regocijes en la gloria de su rostro". ¿Cuándo, cuándo te me mostrarás, para que te vea y dibuje en mí, con deleite, esta fuente de vida que tú eres, Dios mío? (Isaías 12,3) Entonces beberé, me embriagaré en la abundante dulzura de esta fuente de vida de donde brotan las delicias de aquel que mi alma desea (Sal 41,3). ¡Oh, dulce rostro, ¿cuándo me colmarás de ti? Así entraré en el admirable santuario, hasta la visión de Dios (Sal 41,5); no estoy más que a la entrada, y mi corazón gime por la larga duración de mi exilio. ¿Cuándo me llenarás de alegría en tu rostro dulce? (Salmo 15,11) Entonces contemplaré y abrazaré al verdadero Esposo de mi alma, mi Jesús. Entonces conoceré como soy conocida (1 Corintios 13,12), amaré como soy amada; entonces te veré, Dios mío, tal como eres, en tu visión, tu felicidad y tu posesión bienaventurada por los siglos.
Santa Gertrudis de Helfta
¡VELAD!
Consideremos pues esta cuestión tan grave que a todos nos concierne de manera
tan íntima: ¿en qué consiste esto de vigilar, de velar por la venida de Cristo?
Él nos dice: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo volverá el Señor de la casa,
si en la tarde, o a la medianoche, o con el canto del gallo, o en la mañana, no
sea que volviendo de improviso os encuentre dormidos. Lo que os digo a
vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc. XIII:35-37). Y en otro lugar: “Si el
dueño de casa supiese a qué hora el ladrón ha de venir, no dejaría horadar su
casa.” (Lc. XII:39). Advertencias parecidas, tanto de Nuestro Señor como de sus
Apóstoles, se hallan en otros lugares. Por ejemplo está la parábola de las Diez
Vírgenes, cinco de las cuales eran sabias y cinco necias, que resultaron
sorprendidas por el novio que se demoraba y que apareció de repente hallándolas
desprovistas de aceite. Sobre lo cual, comenta Nuestro Señor: “Velad, pues,
porque no sabéis ni el día ni la hora”. (Mt. XXV:13). Y otra vez: “Mirad por
vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y
embriaguez, y con cuidados de esta vida, y que ese día no caiga de vosotros de
improviso, como una red; porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra
entera. Velad, pues, y no ceséis de rogar para que podáis escapar a todas estas
cosas que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc.
XXI:35-36). Y de igual manera lo retó a Pedro en términos parecidos: “Simón,
¿duermes? No pudiste velar una hora?” (Mc. XIV:37).
De manera parecida San Pablo en su Epístola a los Romanos: “Hora es ya que
despertéis del sueño… La noche está avanzada, y el día está cerca” (Rom.
XIII:11, 12). Y nuevamente: “Velad; estad firmes en la fe; comportaos
varonilmente” (I Cor. XVI:13); “Confortaos en el Señor y en la fuerza de su
poder. Revestíos con la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los
ataques engañosos del diablo… para que podáis resistir en el día malo, y
habiendo cumplido todo, estar en pie” (Ef. VI:10, 13); “No durmamos como los
demás; antes bien velemos y seamos sobrios” (I Tes. V:6). Y de modo parecido,
San Pedro: “Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda,
como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I Pet. V:8). No menos que San
Juan: “He aquí que vengo como ladrón. Dichoso el que vela y guarda sus
vestidos” (Apoc. XVI:15).
Ahora bien, considero que esta palabra, velad, usada originalmente por Nuestro
Señor, luego por su discípulo preferido, luego por los dos grandes Apóstoles,
Pedro y Pablo, es una palabra notable, notable porque la idea que expresa no
resulta tan obvia como podría parecer a primera vista, y luego porque todos
insisten tanto en ella. No es que tengamos que creer simplemente, sino velar
también; no basta con amar, sino que tenemos que velar también; no
basta obedecer, hay que velar también; velar, estar
vigilantes—¿por qué? Por ese gran acontecimiento, la Segunda Venida de Cristo.
Por tanto, ora nos detengamos a considerar el sentido obvio de la palabra, ora
el Objeto sobre el cual versa, nos parece ver que se nos insta a un deber
especial que naturalmente no se nos habría ocurrido. La mayoría de nosotros tiene
una idea general sobre qué se quiere significar con las palabras creer, temer,
amar y obedecer; pero a lo mejor no contemplamos o no entendemos enteramente lo
que se quiere decir con velar, con estar vigilantes.
Y me da por pensar que es una herramienta muy práctica para distinguir entre
los verdaderos y perfectos sirvientes de Dios y la multitud de los llamados
cristianos; distinguir entre ellos, entre quiénes son, no diré falsos o
reprobados, pero cuyo mismo talante hace que no podamos decir gran cosa sobre
ellos, ni hacernos demasiada idea de cuál será su suerte. Y al decir esto, no
vayan a entender que estoy sugiriendo—pues en modo alguno lo estoy haciendo—que
podamos tener por cierto quiénes son los perfectos y quiénes son los cristianos
incompletos o de doblez; ni tampoco que aquellos que discurren e insisten sobre
estos tópicos parusíacos se encuentran del lado bueno de la divisoria. Sólo me
refiero a dos tipos de personalidades: uno de carácter veraz y consistente y
aquel otro—el inconsistente; y digo que serán separados no poco por este único
rasgo—los cristianos de veras, sean quiénes sean, vigilan, y los cristianos
inconsistentes, no. Pues bien, ¿qué es vigilar?
Vela por Cristo quien dispone de un alma sensible, solícita, receptiva; un alma
viva, atenta, alerta, celosa en su búsqueda y de Su honra; que lo busca en cada
cosa que sucede, y que no se sorprendería, que no se hallaría sobre-excitado ni
abrumado si cae en la cuenta de que Él está por venir en seguida.
Esto es velar: estar desapegados del presente y vivir en lo que es invisible;
vivir pensando en el Cristo—cómo vino una vez, cómo volverá; desear su Segunda
Venida y que ese deseo proceda del recuerdo afectuoso y agradecido por su venida
aquella primera vez. Y en esto encontraremos que en general los hombres se
muestran deficientes. Lo que significa velar, y cómo se trata de un deber—sobre
eso no tienen ninguna idea precisa. Y así es que el asunto este de velar, de
paso viene a constituirse en prueba apropiada para establecer quién es
cristiano, toda vez que resulta una faceta esencial de la fe y del amor. Aun
así los hombres de este mundo ni siquiera lo profesan. E insisto: velar es
propiedad específica de la fe y del amor, constituye la vida o la energía de
aquellas virtudes y es el modo en que, si son genuinas, se manifiestan.
Resulta fácil ejemplificar lo que quiero decir con ejemplos de experiencias de
la vida que todos tenemos. Indudablemente son muchos los que se mofan
abiertamente de la religión, o que al menos desobedecen abiertamente sus leyes;
mas consideremos aquellos que tienen almas un poco más sobrias y son un poco
más concienzudos. Cuentan con un buen número de cualidades, y en cierto sentido
y hasta cierto punto se puede decir que son religiosos. Pero no velan.
Brevemente dicho, sus nociones acerca de la religión son éstas: se trata de
amar a Dios, sin duda, pero también de amar al mundo; no sólo cumpliendo con su
obligación sino también encontrando su principal y más elevado bien en aquel
estado al que Dios ha querido llamarlos, descansando en eso, tomándolo como
debido. Sirven a Dios, y lo buscan; pero contemplan al mundo presente como si
fuera eterno, no como un telón de fondo, el paisaje meramente pasajero detrás
de los deberes que tienen que cumplir y de los privilegios de que
disfrutan—nunca contemplan la perspectiva de que un día serán separados de todo
eso. No es que vayan a olvidarse de Dios, ni que dejen de vivir según sus
principios, o que se olviden de que los bienes de este mundo son Su regalo;
pero los aman por sí mismos más que por gratitud a su Dador, y cuentan con que
estas cosas van a permanecer—como si esos bienes fueran a permanecer tanto como
sus deberes y privilegios religiosos. No entienden que son llamados a ser
extranjeros y peregrinos sobre esta tierra, y que su suerte en este mundo y los
bienes mundanos que les tocó en suerte no son sino una especie de accidente de
su existencia, y que en rigor no tienen derecho de propiedad sobre ellos, por
más que las leyes humanas les garantice tal propiedad. Entonces, y de acuerdo
con esto, ponen su corazón en estos bienes, sean grandes o pequeños, y todo
esto con algún sentido de religión—pero en cualquier caso, idolátricamente.
Ésta es su falta—una identificación de Dios con el mundo y por tanto una
idolatría de este mundo; y así se ven libres de los trabajos que supone
aguardar a su Dios, pues creen que ya lo han encontrado en los bienes de este
mundo. Por tanto, mientras son dignos de alabanza por razón de muchos de sus
comportamientos y si bien resultan benévolos, caritativos, gentiles, buenos
vecinos y útiles para su generación—y más todavía, aunque quizás se muestren
constantes en el cumplimiento de los deberes religiosos ordinarios establecidos
por la costumbre, y si bien despliegan muchos sentimientos rectos y amables y
son muy correctos en sus opiniones e incluso a medida que pasa el tiempo
mejoran su carácter y su conducta, y corrigen mucha cosa en la que andaban mal,
y ganan en dominio de sí, maduran el juicio y por tanto son tenidos en gran
estima—aun así está claro que aman este mundo, se muestran renuentes a dejarlo
y desean aumentar la cantidad de sus bienes. Les gusta la riqueza, la
distinción, el prestigio y ejercer influencia. Puede que mejoren en conducta,
pero no en sus objetivos; van para adelante, pero no ascienden; se mueven en un
nivel bajo, y aun cuando se movieran para adelante durante siglos enteros,
jamás se levantarían por sobre la atmósfera de este mundo. Por tanto, sin negar
que esta gente merezca alabanza por muchos de sus hábitos y prácticas, diría
que les falta el corazón tierno y delicado que pende del pensar en Cristo y que
vive en Su amor.
El hálito del mundo tiene un peculiar poder para lo que podría llamarse la
oxidación del alma. El espejo dentro suyo, en lugar de devolver el reflejo del
Hijo de Dios su Salvador, exhibe una imagen pálida y descolorida; y de aquí que
disponen de mucho bien dentro suyo, pero sólo está ahí, dentro suyo—esa imagen
no los atraviesa, no está a su alrededor y sobre ellos. Sobre ellos se
encuentra otra cosa: una costra maligna. Piensan con el mundo; están llenos de
las nociones del mundo y de su forma de hablar; apelan al mundo, y tienen una
especie de reverencia para lo que el mundo tiene que decir. En esta gente uno
encuentra ausente una cierta naturalidad, una sencillez y una aptitud infantil
para ser enseñados. Resulta difícil conmoverlos, o (lo que podría decirse)
alcanzarlos y persuadirlos para que sigan un rumbo recto. Se apartan cuando uno
menos lo espera: tienen reservas, hacen distinciones, formulan excepciones, se
detienen en refinamientos, en cuestiones en las que al final no hay sino dos
lados, el bueno y el malo, la verdad y el error. En tiempos en que deberían
fluir cómodamente, sus sentimientos religiosos se traban; en su conversación, o
bien se muestran tímidos y nada pueden decir, o bien parecen afectados y
tensos. Y así como el óxido corroe el metal y se lo devora, así el espíritu del
mundo penetra más y más profundamente en el alma que alguna vez lo dejó entrar.
Y así parece que este es uno de los grandes fines de la aflicción, esto es, que
frota, raspa y limpia el alma de estas manchas exteriores y en alguna medida la
mantiene en su pureza y luminosidad bautismal.
Año tras año… los años pasan silenciosamente; y la Segunda Venida de Cristo
cada vez se acerca más. ¡Quiera Dios que a medida que Él se acerca a la tierra
nosotros nos vayamos aproximando al Cielo! Hermanos míos, suplico que le recen
para que les dé un corazón para buscarlo con toda sinceridad. Recen para que
los haga solícitos. Sólo tienen un trabajo que hacer, que es seguirlo llevando
la cruz. Determínense a hacerlo con Su Fuerza. Resuélvanse a no dejarse engañar
por “sombras de religión”, por palabras, o por disputas, o por nociones, o por
altisonantes declaraciones, o por excusas, o por las promesas o amenazas del
mundo. Recen para que les otorgue lo que la Escritura llama “un corazón bueno y
honesto”, o “un corazón perfecto”, y, sin solución de continuidad comiencen en
seguida a obedecerle con el mejor corazón que tengan. Cualquier obediencia es
mejor que ninguna—cualquier protesta o declamación separada de la obediencia es
pura fachada y engaño. Cualquier religión que no los acerca a Dios es del
mundo. Deben buscar su rostro; la obediencia es el único camino para buscarlo.
Todos los deberes no son sino obediencias. Si quieren creer en las verdades que
Él reveló, si desean regularse por sus preceptos, ser fieles a sus ordenanzas,
adherir a su Iglesia y su gente, ¿por qué será, sino porque Él los llamó? Y
hacer lo que Él quiere equivale a obedecerle, y obedecerle equivale a
acercársele. Cada acto de obediencia es un paso más cerca, un paso más cerca de
Aquél que no se halla lejos, aunque lo parezca, sino muy cerca—detrás de esta
pantalla de cosas visibles que lo oculta. Él está detrás de esta estructura
material; el cielo y la tierra no son sino un velo desplegado entre Él y
nosotros; llegará el día en que rasgará ese velo y aparecerá ante nuestra
vista. Y entonces, de conformidad con la intensidad con que lo hemos estado
esperando, nos recompensará. Si lo hemos olvidado, nos desconocerá; pero
“¡felices esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando! […] Él
se ceñirá, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si llega a la
segunda vela, o a la tercera y así los hallare, ¡felices de ellos!” (Lc.
XII:37-38). ¡Quiera Dios que a todos nosotros nos toque ese destino! Es duro
alcanzarlo, pero desdichado el que falla.
Breve es la vida; cierta la muerte; y eterno el mundo por venir.
John Henry Newman
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