Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 5 de abril de 2025

Renovados

 

Evangelio según san Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. 

                                        Jesús y la mujer adúltera, Rembrandt

Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y le seducen.
     Santiago 1, 14

La mujer pública que, desde un lugar inmundo, siente a veces el oprobio en que vive, y cuya conciencia se espanta, está infinitamente más cerca de la verdad que el estoico que se regocija en medio de las llamas, a las que ha entregado su cuerpo para servir a su amor propio, este ídolo de virtud que se ha fabricado él mismo.
                                                                                                   Conde Lopoukhine

La enseñanza de Jesús, de raíz oriental, es a menudo paradójica. A veces no hay otra forma de acercarse a la Verdad con nuestras mentes limitadas. Además, Él va escogiendo el modo más adecuado de transmitir el mensaje según las circunstancias, el momento y quienes le escuchan. En ocasiones, es tan discreto que parece indiferente o pasivo, como en la escena que hoy contemplamos, cuando están a punto de lapidar a una mujer sorprendida en adulterio y se limita a escribir en el suelo con el dedo, hasta que pronuncia la frase decisiva, tan ambigua como contundente. Otras veces, sobre todo con los más íntimos, exulta de gozo y entusiasmo, e inunda a cuantos le rodean de la gracia del Espíritu. A la humilde cananea, la compara con un perro, para que ella demuestre su fe. En cambio, en el templo, ante los mercaderes, sabe que es momento de mostrar la cólera sagrada y legítima.

Jesús llama a la adúltera “mujer”, como a Su madre en las Bodas de Caná y tres años después desde la Cruz. A la que quieren lapidar, Él le restaura la dignidad. Llamándola “mujer”, la está recreando, transformándola en una mujer nueva que surge de la mujer rota. Sin dejar de reconocer su pecado, le abre la puerta al arrepentimiento, que no es remordimiento masoquista, sino reconocimiento de la propia debilidad, con valentía, para poder ir hacia adelante, dejando atrás lo viejo, con un nuevo y decidido propósito de vida.

Precisamente la primera lectura de hoy, Isaías 43, 16-21, es un canto a la esperanza de una nueva vida, y prefigura el Apocalipsis, ese Libro prodigioso que a menudo hemos velado, considerándolo oscuro o amenazante (de ahí el adjetivo “apocalíptico”), cuando es un canto esperanzador, revelación luminosa para el que acoge a Cristo y se adhiere a Él, único capaz de hacer nuevas todas las cosas.

El Salmo 125 enlaza con este sentido de maravilla y renovación, confianza y alegría en el Dios de la misericordia, que nos hace misericordiosos para que dejemos de juzgar y condenar, para que perdonemos como él, sin medida.

San Pablo, en la Carta a los Filipenses (2ª Lectura, Fil 3, 8-14), nos anima a renunciar a todo lo que nos impide correr hacia nuestro destino de hombres y mujeres nuevos, resucitados en Cristo. Y la escena que hoy contemplamos del Evangelio de San Juan, culmina este canto a la vida nueva, la verdadera, libres de pecado y de hipocresía, valientes para ver la propia miseria y mirar hacia lo alto, a Aquel que nos tiende la mano y nos devuelve la dignidad.

¿Qué nos impide ser regenerados? ¿Por qué no nos transformamos después de tantos intentos, tantas cuaresmas, tantos propósitos incumplidos? Lo que nos mantiene en lo viejo, lo caduco, lo que no perdura es la idolatría. Y no solo es idólatra el que adora a otros dioses. Hay muchas formas de idolatría, y ese es el verdadero sentido del adulterio. Así lo expresa Jean Yves Leloup: “El adulterio en su sentido primigenio consiste en mentirse a sí mismo y confundir el reflejo con la luz. Esto tiene un nombre: idolatría.”

La mayoría de los contemporáneos de Jesús no pudieron ver Su luz, seguían amarrados a los reflejos, a sus ídolos de prejuicios, juicios, consideraciones internas que les impedían verse y conocerse. ¡Como hoy! Confiamos en cualquiera, nos dejamos llevar por costumbres, prejuicios e inercias, y, en el otro extremo, por novedades efímeras, falsas promesas de plenitud y dicha que nos imponen desde fuera. Muchas veces son propuestas buenas, pero, al ser absolutizadas y colocadas en el lugar de Dios, se convierten en ídolos.

La verdadera libertad del cristiano consiste en confiar en Jesús, en Quien vemos al Padre. Con Él como apoyo y guía, es posible imitarle, vivir transformados, amar con un corazón nuevo, de carne, pues el viejo corazón, de piedra, no conoce el amor, solo el apego.

      Jesús y la adúltera, Lucas Cranach, el Viejo

VIA CRUCIS. Primera estación. I. Jesús es condenado a muerte.

El que no condena es condenado. Cada día, cada instante vuelve a ser condenado en Su Pasión, que se actualiza constantemente hasta el fin de los tiempos. ¿Quién Le condena hoy? ¿Pilato? ¿La muchedumbre enloquecida? ¿El silencio cobarde de los discípulos? ¿La triple negación del primer papa? Yo Le condeno, y tú también, y todos.

Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?  Y a ti, y a mí, ¿quién nos condena? Nadie puede, y el Único que puede no lo hace. Muchos son los llamados y pocos los escogidos (Mateo 22, 14). Uno se elige y uno se condena… Fuimos creados libres y nuestra libertad es respetada hasta ese extremo. Libres hasta el extremo, amados hasta el extremo. Dios, que te ha creado sin ti, no puede salvarte sin ti, dice San Agustín.

Nadie la condena. Nadie te condena. Nadie me condena. Nadie, sino uno mismo, se condena, pero todos condenamos al único justo. Jesús es condenado a muerte cada día, cada instante que me condeno a mí misma renegando de mi condición de redimida, mujer nueva en Él. Cuando no acepto Su misericordia y no vivo como hija, salvada, resucitada en Él.

Jesús es condenado a muerte con cada olvido, cada indiferencia, cada condescendencia con el hedonismo, cada vez que, en lugar de vivir como resucitados, malvivimos.

Él es condenado en cada una de nuestras condenas. Las hay brutales, como los asesinatos diarios en todo el planeta, muchos de ellos, martirios por la fe en Cristo.Y las hay menos evidentes, que pasan desapercibidas. Es esa condena sutil, callada y cruel de la indiferencia, peor que el rencor a veces, que nos mantiene replegados en nosotros mismos sin ver al otro, sin amar, sin vivir, condenados a muerte, sin saberlo.

Pero Él nos sigue diciendo: levántate y echa andar (Juan, 5,8); y san Pablo nos lo recuerda: despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (Efesios 5, 14). Me condeno cuando rechazo esa Voz, esa Luz. Me condeno cuando me niego a ver que estoy impedida, muerta, dormida, atada, y también cuando me pongo en manos de los que, en lugar de despertar, adormecen más, y, en lugar de desatar, siguen enmarañando con nudos inútiles y raros. La Cruz libera, desata, salva, nos hace nuevos. Via Crucis, Via Lucis, Via Amoris.


                                                            Renew me, Avalon

sábado, 29 de marzo de 2025

El Padre y el Tercer Hijo. El camino de regreso al Reino de la Alegría

 

Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”  El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”.”

Detalle del cuadro El hijo pródigo, de Rembrandt, donde se aprecian 
las manos del Padre: una, femenina, y otra, masculina, porque Dios es Padre y Madre.

Mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como un heraldo, la alegría.

                                                                                                         J. M. Cabodevilla
  
Si nos buscas, búscanos en la alegría, porque somos los habitantes del reino de la alegría.
                                                                                                                     Rumi

Después de releer esta parábola tan conocida y tan llena de enseñanzas, cada uno debe descubrir qué papel o qué papeles ha interpretado a lo largo de su vida y los que está interpretando hoy. Los personajes del drama se repiten de muchas maneras, con infinitos matices, en nuestras vidas, alternándose o fusionándose a veces, en uno mismo.


EL HIJO PRÓDIGO Y EL HIJO CUMPLIDOR

El hijo menor carece de malicia en su extravío. Es irresponsable, caprichoso e inmaduro, pero no tiene el corazón turbio ni el alma retorcida. En su decisión de volver, le mueve el hambre, pero sabe reconocer que ha hecho mal.

El otro hijo es cumplidor, de los del cumplimiento, “cumplo y miento”. Envidioso y resentido, no es capaz de amar ni de ver sus propias sombras. Nos hace recordar a tantas parejas de hermanos bíblicas en las que el amor brilla por su ausencia: Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Absalón y Amnón, Salomón y Adonías.

El pequeño es soñador; por anhelo de aventuras abandona la vida real, pero acaba experimentando una conversión. Le queda mucho por trabajarse, está muy lejos de ser el hombre nuevo al que apuntan los Evangelios, pero ya está en el camino que lleva a la verdadera libertad.

El mayor, despectivo y soberbio, que parece haber imaginado con envidia concupiscente la vida de lujo y disipación del pequeño, tampoco es capaz de vivir en lo real, porque está aferrado a su propia idea del bien y del mal. No se da cuenta de que esa tendencia al juicio y la condena le tiene aprisionado. Ni siquiera es capaz de intuir que se puede mirar de otra forma, sentir de otra forma, vivir de otra forma.

El pródigo es arrastrado por un exceso de imaginación y un talante hedonista, aventurero, mujeriego o romántico, pero es suficientemente humilde para reconocer sus faltas y arrepentirse.
           
¡Ay del cumplidor sin corazón!, ¡ay del prudente por cobardía…!, me parece escuchar a Jesús.

Es fácil preferir al derrochón pero ingenuo hermano pequeño, frente al intolerante hermano mayor que nos recuerda a esos “justos” o “puros” que denuncia Jesús, que han perdido el verdadero sentido de la justicia y la pureza, y tienen el corazón cerrado, encogido, incapaz de perdonar y acoger.  
           
El pródigo es el que se arrepiente por el hambre, pero su alma ha sido acrisolada por la ausencia y la amargura. Reconoce su falta y se echa a los hombros la vergüenza y el escarnio. ¿Por hambre? Sí, y por soledad y ausencia. Su sufrimiento consciente y la valentía de regresar vale infinitamente más que el hipócrita, vano cumplimiento de las leyes.


EL PADRE Y EL TERCER HIJO

Como Cabodevilla, Martín Descalzo, Papini y tantos otros, necesitamos evocar a un tercer hijo para este padre, cuya alegría es capaz de borrar toda amargura, toda justificación, todo reproche, todas las lágrimas. El corazón se abre al presenciar esa alegría, el alma tiembla… Nos entristece pensar que un padre así no sea correspondido en su infinito amor.

El tercer hijo existe y es como el padre, puro amor, perdón, misericordia. El tercer hijo es el que nos está contando la parábola, Jesús. Lo es cada vez que abrimos el Evangelio por esa página y también cada vez que observamos en nosotros esa tendencia al desamor que nos hace ser como el pródigo o como el cumplidor.

Que cada uno mire cara a cara al hijo pródigo, despilfarrador e ingenuo, irresponsable, hedonista y capaz de arrepentirse que lleva dentro, y al hijo cumplidor, hipócrita, envidioso, de corazón endurecido que también lleva dentro. Que se observe implacablemente, hasta que sorprenda a uno u otro, con sus infinitos matices, en plena actuación, y vaya descubriendo qué puede hacer para ser solo amor incondicional, perdón infinito, alegría desbordante, como el Padre. O como ese Tercer Hijo que todos necesitamos evocar, el Único Hijo digno de tal Padre, la expresión más cierta del amor y la misericordia, Jesús de Nazaret.

Conscientes de que todos cargamos con un pródigo inmaduro y un cumplidor endurecido, miremos al Padre en Su rostro visible, Jesucristo, para aprender de Él a perdonar, acoger con alegría y amar sin condiciones. Mirarle a Él, mantenernos unidos a Él, nos va transformando en Él, que es todo gracia, luz, alegría desbordante.


EL REINO DE LA ALEGRÍA 

Se ha escrito tanto, y desde tantas perspectivas diferentes, sobre esta parábola, que me parece oportuno ponerle imágenes, para redescubrir de otra manera que los Evangelios están hablando de nosotros y para nosotros. Es un buen ejercicio recordar cuándo y cómo recibimos el abrazo de perdón, amor y alegría del Padre.

Veamos cómo lo recibe el que fue violento mercenario y traficante de esclavos, Rodrigo Mendoza, del padre Gabriel, de los guaraníes y de sí mismo, tras ser liberado de su brutal penitencia, autoimpuesta por haber matado en duelo a su hermano. 
                 
           
                                          La Misión, de Roland Joffé (1986)

Veo en Rodrigo Mendoza al hijo pródigo, de sangre caliente, esencia pura y corazón noble, pero también al hermano mayor, intolerante, duro, resentido. En el momento del perdón y la alegría, veo a los dos, despertando de un mal sueño, y veo, sobre todo, al Padre y al Tercer Hijo. Un buen ejemplo de cómo los personajes de la parábola pueden alternarse, fundirse, integrarse, para que cada uno de los que la leen, la escuchan, la recuerdan, despierte, abra el corazón y se transforme.

Si cometo todos los pecados, Tú me bastas como mérito.
Como objetivo de esta desgraciada vida, Tú solo me bastas.
Yo sé bien cómo será mi partida.
Dirán: “¿Qué méritos ha hecho?”
Tú me bastas como respuesta.

                             Rumi

sábado, 22 de marzo de 2025

Dar fruto es darse

 

Evangelio según san Lucas 13, 1-9

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas."


                                  Resultado de imagen de la higuera estéril james tissot   
                                                         La higuera estéril, James Tissot

El tronco corrompido por el pecado que soy yo recibirá por el Nombre de Jesús savia y vigor. Por Él, reverdecerá mi humanidad y dará frutos a la gloria de Dios. El espíritu de mi voluntad, que ahora está en la humanidad de Cristo, y que vive por su Espíritu, dará por Su virtud savia a la rama desecada, para que el último día, a la invocación de las trompetas celestes que son la voz de Cristo y la mía propia en Él, resucite y reverdezca en el Paraíso.
                                                                                                                 Jacob Boëhme

No es por ser menos pecadores por lo que nos salvamos, sino por permanecer unidos a Cristo. Los que eligen seguir separados, en el "ir pasando", sin mojarse, sin arriesgar, o bien en el otro extremo, en el competir y ganar ventaja sobre los demás, viven como dice el poeta, para el polvo y para el viento, es decir, perecerán, como dice el Evangelio de hoy. Los tibios no son para el Reino, como recuerda contundente el Apocalipsis (Ap. 3, 16). Por eso, vale más un gran pecador que se convierte, que un pecador mediocre que sigue enredado en su cobarde, baldía mediocridad.

Es la entrega total la que hace posible la Unión; derramar la última gota, darse sin medida. En la lógica del Reino, no se pierde lo que se da, al contrario, todo lo que se entrega, se recibe. Se entrega uno mismo, y se recibe al Sí mismo, se renuncia a la identidad y se encuentra la Esencia, se pierde la vida y se gana la Vida. 

La salida del Egipto opresor y la llegada a la Tierra prometida suceden a la vez si nos derramamos hasta la última gota, como la mujer que unge a Jesús con el más valioso perfume, pecadora y santa a la vez, convertida en esa mujer nueva que su gesto interior, anterior al externo, su conversión sincera y total propicia (Lucas 7, 36-50).

Se trata, al fin y al cabo, de escoger si queremos vivir para lo ilusorio y efímero, o para lo esencial, lo verdadero. No damos fruto, no nos damos, porque estamos casi siempre dormidos, alienados, a merced de la inercia y las vanidades. Nos encadenamos a lo material, lo transitorio, y perdemos de vista lo que vale de veras, lo eterno. Buscamos necesidades absurdas y quienes nos las satisfagan desde fuera. 

Si nos observáramos con sinceridad, veríamos que somos voluntariamente estériles. Traicionamos nuestra misión y nuestra verdad interior, y luego nos engañamos a nosotros mismos para poder soportar esa traición que nos condena. Es una elección continua; cada día, cada hora, cada instante hemos de optar entre vivir despiertos o dormidos, entre vivir para lo Real o para lo falso, entre ser estériles o dar fruto.

En claro paralelismo con la figura de Moisés, que condujo a su pueblo en el éxodo, desde Egipto hacia la tierra prometida, como nos recuerda la primera lectura (Éxodo 3, 1-8a.13-15), Jesucristo nos libera de la muerte y de las esclavitudes a las que nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también. Saberse prisionero es el primer paso para abandonar Egipto, la tierra de la esclavitud y la inconsciencia, y darse la vuelta para regresar a la tierra de la plenitud y la libertad.

Conversión, arrepentimiento, metanoiateshuváh, el giro, el gesto que nos transforma de estériles en fecundos. Convertirse es mirar de otra forma, con ojos misericordiosos. Nosotros miramos con el egoísmo de nuestras seguridades, comodidades, parcelitas de control; Jesús mira rebosando amor, con un corazón palpitante, que no se cansa de derramar dones, gracias y bendiciones. El que solo se preocupa por controlar y asegurar “sus” cosas, “sus” costumbres, “sus” inercias, “sus” apegos, es estéril, no puede dar fruto.

La mejor conversión es dejar que la misericordia nos impregne hasta ser capaces de mirar y de amar como Jesucristo ama. Cada día su propio afán, siempre el mismo: ser o no ser, saberse y vivirse en Él, o seguir durmiendo hasta que Su voz nos despierte.

Permanecer, menein, mutua inmanencia, una de las palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan. Permanecer en Cristo, indisolublemente unidos a Él nos hará fértiles, capaces de dar fruto, cumplirnos, entregarnos, con un amor que está a salvo del desgaste y la entropía. Un amor que crece y se expande sin cesar, continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo. 


                                              70 Diálogos divinos, ¿Dios castiga?

sábado, 15 de marzo de 2025

Transfigurarnos

 

Evangelio según San Lucas 9, 28b-36

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto del monte, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí! Haremos tres chozas: una para tí, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el Elegido; escuchadle”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
La Transfiguración de Jesús, Fra Angelico

                      En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente.
                                                                                                         Colosenses 2,9

                   Vacíate para que puedas ser llenado; 
sal para que se pueda entrar.
                                                                                                               San Agustín

En la montaña, junto a Pedro, Juan y Santiago, somos testigos de la gloria de la resurrección. Jesús nos muestra su verdadera identidad como Hijo, para que conozcamos lo que le espera al que sea capaz de seguirle hasta otro monte, el Calvario. Nos enseña el camino de negación y renuncia a lo que no somos, pero que nos ha dominado durante demasiado tiempo. Camino estrecho, camino doloroso muchas veces, aunque mantengamos la serenidad, y la apariencia de nuestra vida sea apacible y alegre.

La batalla es necesaria dentro de cada uno, porque hemos ocultado lo que realmente somos bajo muchos disfraces, detrás de máscaras tan pegadas a nuestra piel que arrancarlas cuesta y duele, a unos más que otros, a alguno tanto que es incapaz de reconocer que lleva máscara o disfraz.

Pedro se equivoca al equiparar a Jesús con Moisés y con Elías, cuando propone hacer tres tiendas y quedarse los seis en la montañaAún no se da cuenta de que Jesús es Único, no es comparable con los profetas. Es el mismo Dios quien hace callar a Pedro y nos permite oír Su voz: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo.” 
                     
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14). Cristo encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Misterio. Para el que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1Cor 12, 27), la luz del Tabor se enciende como una llama, al principio pequeña, casi imperceptible, que poco a poco va creciendo, iluminándonos desde dentro.

La Transfiguración no es un relato pascual fuera de sitio, sino una auténtica experiencia a la que estamos llamados. Quien se mira en Dios para unirse a Él puede acceder a esa experiencia, está gozando ya de la Pascua eterna. Somos hijos de la luz (Ef 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo (Mt 5, 14).

¿Y el cuerpo? ¿Es un obstáculo para ese encuentro? Al contrario, es vehículo, instrumento fiel para quien es consciente de ese cuerpo interior que se va encendiendo, alumbrando, transfigurando en el otro. Porque, cuando el espíritu está unido a Dios, vivimos trascendiendo las dimensiones conocidas y hasta el cuerpo físico es capaz de transmitir una luminosidad nueva, como si los parámetros de belleza y dimensiones de la tierra se hubieran quedado pequeños, incapaces de expresar esa vida nueva. 

                                                 La Transfiguración, Giovanni Bellini

Pedro, Santiago y Juan han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo, como se verá en los acontecimientos posteriores al del Tabor. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y los transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible. 

Cuando comprendes el sentido de tu existencia, lo aceptas y te pones manos a la obra con los ojos y el corazón fijos en Aquel que nos da el propósito y la misión, empiezas a reflejar en tu rostro la luz y los rasgos de Jesucristo, porque ya no eres un ego separado, que se afana, se defiende y acapara, sino Cristo, vida nuestra (Colosenses 3, 4). 

La luz del Tabor es prefiguración del estado que espera a quienes siguen a Cristo en la cruz y en la resurrección. Así lo expresa el texto "La muerte no es el final", que atribuyen a San Agustín, pero parece ser de un autor desconocido: Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás. 

                      305. Diálogos Divinos. Semejanza con Dios en Su Hijo Jesucristo


Vértigo y Luz

Asomándome hoy a un nuevo abismo,
recuerdo: polvo eres,
y descubro la grieta
por donde se coló cierta mentira.

Ni polvo enamorado ni ceniza
con o sin sentido, somos vértigo
y la luz que ilumina y no deslumbra;
esa luz que ilumina y nos alumbra;

la que no ha de apagarse
cuando la transparencia haya borrado
los días que perdimos sin amar,
por miedo o por olvido.

Vértigo y luz,
la memoria despierta,
sosteniendo la vida
para la Vida.

Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.
Solo el que logre alcanzar el fondo de su propia nada habrá llegado al camino que más rápida y seguramente conduce a la verdad suprema y más honda que en este siglo pueda alcanzarse.
                                                                                                      Johannes Tauler

                                     ¿Quién te separará de Mí? Hermana Glenda