Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 16 de julio de 2016

"Tu don nos inflama, nos lleva hacia arriba."


Evangelio de Lucas 10, 38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. Pero el Señor le contestó: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no se la quitarán”.


Corazon Universo fondo

                                                                 MARTA Y MARÍA

Aún pretendo arreglar desaguisados,
siempre queriendo hacer, corriendo siempre.
Si pudiera, al menos,
mantener la calma y escuchar...

Y contemplar, fiel testigo
del constante fluir que es centinela
de las claves que busco.

Aun creo que controlo, me inquieto, no consigo
encontrar mi atalaya o descubrir
que soy yo la atalaya y la ventana,
el cristal empañado y somnoliento
que ha venido a limpiarse o despertar.




DOS EN UNA

Marta  María,
María Marta,
la misma mujer,
mirada y manos.
Hacer cuando hay que hacer,
hacer mirando.
Marta María  Marta;
dos nombres, un latido.



Centro de gravedad permanente, Franco Battiato

Hace dos años en una despedida de los lectores del blog hasta septiembre, colgué esta canción de Franco Battiato. Recupero parte de aquel post, como ese dueño de casa que saca del arcón lo nuevo y lo viejo (Mateo 13, 52). Porque nada me atrae ni me distrae, nada me llena, ni me seduce ya, sino Aquel que me sosiega, Aquel que tiene palabras de Vida, y quienes caminan conmigo hacia la meta que Él señala. Como el poeta del Romance del Conde Arnaldos: yo no canto mi canción, sino a quien conmigo va.

El mundo nos arrastra, y si no queremos ser absorbidos por uno de sus remolinos letales, hemos de mirar a lo esencial, esa Ley grabada en el corazón que nos recordaba Moisés en la primera lectura del domingo pasado (Deuteronomio 30, 10-14).

No os pido más que Le miréis, decía Santa Teresa a sus hermanas. Si no Le miramos, si no hacemos de Él el centro de gravedad, el único Maestro, la Roca que sostiene el edificio de nuestra vida, todo es girar en círculos de entropía y olvido aquí abajo, repitiendo experiencias, a veces tan hermosas como efímeras, cautivadoras como cantos de sirena, pero aquí, a ras de tierra, donde todo, tarde o temprano, se rompe, se muere, se pierde, se separa...

Pero si, como María, escogemos la mejor parte, nadie nos la quitará. Y la mejor parte es mirarle y, sobre todo, dejar que nos mire y nos transforme, nos eleve hacia Sí en espiral de consciencia que lleva a la Vida. Mirarle y no necesitar ser mirados, sino por Él. Mirarle, derramando a Sus pies la fragancia de la esencia que somos.



Como casi todos, yo también busqué durante muchos años un centro de gravedad permanente. Franco Battiato expresa, con su inimitable lirismo lo surrealista e incongruente que puede llegar a ser la vida durante esa búsqueda, no siempre fructífera. Surrealista puede parecer también que se mezclen Marta y María, con el centro de gravedad de Battiato. Pero si miramos el mundo con ojos que ven, esto es, con el corazón despierto, nos damos cuenta de que esta vieja e inspirada canción se queda corta, porque la locura y la cordura se han entrelazado de tal modo fuera y dentro de nosotros, que solo puede salvarnos de la catástrofe (que tantos anuncian, como si no la vieran) el único centro de gravedad permanente.

Cuando Lo encuentras, dentro y fuera, es decir, cuando eres encontrado y felizmente atraído, las piezas del puzzle van encajando, y hasta las mayores locuras, incluso los tremendos errores que lamentas y las incoherencias que quisieras olvidar, empiezan a tener sentido, por haber hecho posible el gran Encuentro y la luz que enciende, iluminando, elevando, atrayendo todo hacia Sí.




En tu don descansamos. Allí gozamos de ti. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos eleva hasta allí. Y tu Espíritu bueno eleva nuestra pequeñez desde las puertas de la muerte.
Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su propio peso, tiende a su lugar. El peso no solo tira hacia abajo, sino hacia el lugar que corresponde a cada cosa. El fuego va hacia arriba; la piedra cae hacia abajo. Cada cosa es movida por su peso y tiende hacia su lugar. El aceite puesto debajo del agua sube hasta ponerse encima; el agua derramada encima del aceite baja hasta ponerse debajo. Los dos actúan de acuerdo con su peso. Cada uno tiende hacia su lugar.
Las cosas menos ordenadas están inquietas. Se las pone en orden y encuentran reposo. El amor es mi peso. Él me lleva a dondequiera que voy. Tu don nos inflama, nos lleva hacia arriba, nos enfervorizamos y caminamos. Subimos con los cánticos de las subidas en el corazón. Cantamos los salmos graduales. Con tu fuego, con tu santo fuego nos enardecemos y caminamos, porque vamos hacia arriba, hacia la paz de Jerusalén.
                                                                           San Agustín, Confesiones XIII, 9


            Tanto en el macrocosmos como en el microcosmos existe un centro único, que lo despliega todo en un acto creativo: "No hay Dios fuera de Dios".
                                                                                              Lluís Serra Llansana

sábado, 9 de julio de 2016

La humanidad herida


Evangelio de Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Él contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.” Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él contestó: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Anda, haz tú lo mismo”.



                                                     El buen samaritano, Giacomo Conti


Toda la humanidad yace herida en el borde del camino en la persona de ese hombre, a quien el diablo y sus ángeles han despojado.

                                                                                               San Agustín


Por su cualidad misma, el amor es la semejanza con Dios, en la medida en que le es permitido a los mortales. Por su energía, el amor es la embriaguez del alma. Por su naturaleza, el amor es la fuente de la fe, abismo de paciencia, mar de humildad.
                                                                                      San Juan Clímaco
                                                 El Buen Samaritano, Aimè Nicolas Morot


¿QUÍEN COMO ÉL?

La historia de mis desventuras comenzó un aciago día en que decidí, por capricho o por ceguera, bajar de Jerusalén, la ciudad de la gracia y la inocencia, a Jericó, la tierra del placer y del olvido.

Qué débil fue mi carne desde entonces, qué corto y despejado el descenso, qué amargo desengaño a cada paso. Soledad y hedonismo, tristeza y locura, siempre cerca del abismo, hasta dar con mis huesos en un valle de muerte. Caí en manos de oscuros malhechores sin rostro o con mil rostros. Ay, cómo se cebaron con mi cuerpo y mi alma.

No puede verlos bien; solo sé que sus sombras parecían la mía, y cada golpe recibido parecía a la vez asestado por mi propio brazo. Qué absurdo ser víctima y verdugo, hombre  herido y villano, inocente y agresor. ¿Quién, si no, inició ese combate de años entre mi lado bueno y mi lado perverso? ¿Quién decidió dejar Jerusalén, la bondad, la luz, la Vida, para caer en tierra de penumbra y confusión? Fui yo, no hay más culpable de mi tremendo descalabro. Fui yo, no hablemos más de culpa.

Luego vinieron ellos, levita y sacerdote, los encargados de unir y sanar, de velar y custodiar, y pasaron de largo, mientras me desangraba… Verían acaso la vergüenza reflejada en mi gesto de dolor. No les culpo tampoco a ellos, olvidemos la culpa de una vez. Yo hubiera hecho lo mismo; cualquiera pasaría, sin siquiera mirar a ese lado truculento y peligroso del camino. Cualquiera, sí, que nadie se compare con el Otro, el que vino después, cuando todo parecía perdido para siempre.

Nadie puede parecerse a Él hasta que logre mirar como aquel Hombre me miró, con los ojos anegados de misericordia. Nadie puede compararse a Él hasta que aprenda a tocar como Él, con esas manos que parecían alas, sin dejar de ser firmes y precisas. Que nadie se crea un buen discípulo Suyo hasta que levante con sus brazos a un despojo humano, un apaleado por la vida y por sí mismo, por el mundo, como era yo.

Nadie hubiera podido ser jamás como Él antes de Él. Pero ahora sí, podemos intentarlo, con todo el corazón, con toda el alma. Yo lo intento desde entonces, aunque a veces cuesta tanto que dan ganas de rendirse. Pero nunca me rindo, tengo el recuerdo demasiado vivo de aquel Hombre que salió a mi encuentro en el camino que baja de Jerusalén a Jericó, y no pasó de largo.

Me despertó de un sueño terrible, me curó, derramando vino y aceite, luz y vida, gracia y esperanza, amor en mis heridas. Luego me levantó en sus brazos, como si mi cuerpo quebrantado fuera el cofre roto de un tesoro invisible, y me llevó a una posada para que me siguieran cuidando; Él debía partir.

Que luego volvería, le dijo al posadero, esa es mi esperanza y mi alegría: que Él va a volver, que ya se acerca. Curadas las heridas de mi cuerpo y de mi alma, sigo aguardando a mi Salvador.



                                              Quién te separará de Mí, Hermana Glenda