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sábado, 22 de febrero de 2014

"Solo Dios lo sabe". Poética del fracaso III


Antes de dar la palabra, en próximas entradas del blog, a los miembros de la Expedición Transantártica (1914-1916), con los que llevo explorando, conversando y sintiendo más de seis años, quisiera recordar a Scott y sus hombres, el "grupo del Polo", los cinco que en 1912 se dejaron la vida en el intento, y ganaron la Vida para la eternidad.

También hablo con ellos cuando el frío arrecia dentro y fuera, para recordar cómo se vive y se muere con dignidad, cómo se puede hacer del pasado un combustible para el mejor de los futuros, y aprender a renunciar a todos los futuros posibles, incluso a los mejores, para volver a casa, allí donde nuestra verdadera identidad nos espera, desde que decidimos experimentar lo que no somos.

              Después de sufrir varios varapalos aparentes en este plano de las experiencias, de tiempo y límites, de olvido y ceguera, todos ellos, los de Scott y los de Shackleton, vinieron a recordarme el propósito original, que convertía la pérdida en ganancia.
           Era hora de aprender a triunfar en la derrota, a ganar perdiendo, y la única forma de aprenderlo era vivirlo en carne propia, es decir, encarnando ese triunfo extraño, heterodoxo, para mostrar que hay otra forma de vivir y otra forma de morir. Porque el éxito en el mundo no tiene nada que ver con lo Real, esa dimensión sin tiempo ni lugar, puro espacio en sincronía.

             Scott lo aprendió con Wilson y Bowers antes que Shackleton y sus compañeros; Evans y Oates, antes que ellos, y todos, ahora, porque ya no hay antes ni después, sino un presente eterno, donde el mar y el cielo, el hielo y el fuego se confunden.


En el Polo Sur LA MUERTE HELADA
                                Scott, Oates y Evans, de pie; Bowers y Wilson, sentados 


Amundsen, el que conquistó el Polo Sur oficialmente para el mundo de sombras, fechas y lugares, fue el que menos lo amó. Llegó a reconocer que desde niño, sus anhelos y su corazón estaban puestos en el Polo Norte. Así que, en realidad, no fue él quien conquistó la Antártida. La conquistaron Scott y sus hombres, dando la vida con aceptación y valentía, generosos y libres. Y la reconquistaron Shackleton y los suyos aprendiendo a amar, a vivir y a morir sin morir. Scott y Shackleton, rivales en el mundo, hermanos en la eternidad.

Scott y sus cuatro compañeros llegarían un mes después que Amundsen, sin cumplir su anhelo, ser los primeros. Imagino su desolación al encontrar la bandera noruega donde pensaban poner la británica, como el que pone su honor, su vida, su alma. Hay quien dice que el fracaso los dejó sin energías, porque, al intentar regresar, todos murieron. Puede que les restara fuerza física, pero no voluntad ni determinación.


Scott, Bowers, Wilson y Evans ante la tienda de Amundsen. Oates tomó la instantánea

Después de asumir la derrota con una deportividad que incluso a ellos debió de sorprenderles, el grupo del Polo emprende el retorno por el desierto de hielo. Evans, que llevaba varios días caminando como un autómata, se derrumba, entra en coma y muere ante la mirada de sus compañeros: Scott, Wilson, Oates y Bowers, que han de sobreponerse y seguir la marcha, procurando encontrar los depósitos de víveres que los grupos de apoyo fueron dejando.
 
Alcanzan el depósito Sur del glaciar, donde habían dejado carne de los caballos que habían ido muriendo de frío y agotamiento. Se recuperan un poco, pero un cruel cambio de tiempo, a pesar de estar en el centro del verano austral, hace que las temperaturas se desplomen, llegando a 40º bajo cero por la noche. Están demasiado delgados para soportarlo y los efectos son devastadores. El uno de marzo llegan al depósito del centro de la Barrera, donde descubren que no hay apenas queroseno para convertir el hielo en agua y cocinar. El estado de Oates es terrible, sus pies, con avanzadas congelaciones, le hacen muy difícil caminar.

Scott, el único que sigue escribiendo en el diario, expresa así lo dramático de la situación: “No podemos ayudarnos mutuamente, puesto que bastante tiene cada uno con cuidar de sí mismo.” Parecería egoísmo o frialdad, si no leyéramos, casi a continuación, sobre el agotamiento del doctor Wilson: “Creo que se debe al sacrificio y abnegación con que cuida los pies de Oates.”

El frío está convirtiendo la nieve en papel de lija y se ceba en Oates. Por debajo de 30º bajo cero ya no se produce líquido lubrificante al deslizarse los patines del trineo sobre la superficie de la nieve, por lo que el esfuerzo para mantenerlo en movimiento es mayor. El cuerpo demanda más energía para mantener el calor mínimo en sus zonas vitales. El siete de marzo, Scott, sincero y objetivo, escribe su deseo de “aguantar hasta el final.”

Se sucede una concatenación de fatalidades porque, además de las pésimas condiciones climáticas y las escasas raciones de comida, en la base británica, en cabo Evans, falla la cadena de transmisión de las órdenes y los perros les esperan en el depósito La Tonelada, a cien Kilómetros, donde no llegarán. El Terra Nova zarpa, ya no hay esperanza para Scott y los suyos…; en el mundo, pero toda la esperanza y una radiante certeza para la eternidad. 

El diez de marzo, Scott escribe: “Las cosas siguen agravándose, el pie de Oates está peor, el tiempo es horroroso. (…) Oates sigue mostrando un temple excepcional. (…) Tengo la impresión de que está en las últimas; lo que vaya a hacer o lo que hagamos solo Dios lo sabe.”
Scott, un agnóstico declarado durante toda su vida, a la hora de afrontar el final se somete a la voluntad de Dios, sin dramatismo ni sensiblería, con naturalidad.

Oates es consciente de que, si no se cumplen los plazos para llegar a los depósitos, el grupo no sobrevivirá, y sabe también que sus congelaciones son irreversibles. No quiere ser un obstáculo para la lucha por la vida de sus compañeros. Les plantea con transparencia tan dramática cuestión y les pregunta qué debe hacer. Scott, Wilson y Bowers le piden que no se rinda y que siga caminando junto a ellos, aunque eso les ralentice y disminuya sus posibilidades de sobrevivir. Scott, como capitán, ordena a Wilson, el médico del grupo, que dé treinta pastillas de morfina a cada uno para que puedan decidir si acelerar su propia muerte o dejar que llegue de forma natural.

El 16 de marzo, una semana después de aquella conversación, Oates no puede más. Otra octava para la Vida. Les ruega que le dejen en su saco de dormir, pero ellos se niegan a abandonarlo. Se duerme junto a sus compañeros, deseando no volver a abrir los ojos, pero al alba se despierta y sale de la tienda diciendo: “Voy a salir un momento. Puede que tarde un poco.”

Sopla fuerte y afilada la ventisca; el capitán Oates no regresa. Scott escribe: “Ha soportado durante semanas un dolor intenso sin quejarse, no se dejó vencer y mantuvo la esperanza, ha sido un valiente, podemos testificar su valor.” Y más adelante: “Somos conscientes de que se trata del acto de valentía de un caballero inglés. Todos esperamos afrontar con su mismo espíritu el final, que sin duda ya no puede estar muy lejos.”


A very gallant gentleman LA MUERTE HELADA
                      Todo un caballero, J.C. Dollman, 1913. Representa la muerte de Oates


          Aquí murió el capitán Oates, de los Dragones de Inniskilling. En marzo de 1912 caminó voluntariamente hacia la muerte, bajo una tormenta, para tratar de salvar a sus camaradas, abrumados por las penalidades.
                                                                                                     Diario de Scott


Mientras Amundsen saborea su triunfo, Scott, Wilson y Bowers se enfrentan a la muerte; el sacrificio de Oates no ha servido para facilitar su supervivencia. Pero su destino no era triunfar en el mundo, ni tampoco sobrevivir, sino morir para la Vida.

A pesar de estar agotados, siguen caminando, soportando temperaturas de 40º bajo cero, con crueles ventiscas y viento del Norte de cara.
Scott continúa escribiendo: “Mis compañeros siguen animados, a pesar de que todos estamos a punto de sufrir graves congelaciones y, aunque comentamos que vamos a salir de esta, creo que en el fondo nadie se lo cree.”

Resulta admirable su constancia y regularidad, midiendo las temperaturas, anotándolas para la ciencia, y arrastrando nueve kilos de minerales, que resultarán de gran valor para los geólogos. Como los "siervos” de los que habla el Evangelio, que hacen lo que tienen que hacer sin esperar recompensa, dándonos ejemplo de generosidad, aceptación y vocación de servicio.

Cuando se congeló uno de sus pies, Scott, escribió: “Por ahora, lo menos que puedo esperar es la amputación. Pero ¿se quedará ahí? Esa es la auténtica pregunta.”


Amundsen: «¿El capitán Scott? No sé nada…»
                                 Última foto de Bowers, Scott y Wilson antes de morir


A apenas veinte kilómetros de la Tonelada, el depósito de víveres que les hubiera salvado la vida, deciden que Bowers y Wilson lleguen hasta allí y regresen con provisiones, pero la ventisca, que empezó a soplar con más fuerza, les impidió emprender la marcha, y así una mañana tras otra, durante varios días. Finalmente, deciden quedarse los tres juntos y esperar “de forma natural”, sin recurrir a las píldoras de morfina que reservaban para acortar sus sufrimientos. Valientes y dignos para vivir y para morir; ojalá podamos seguir su ejemplo.

En la hora final, Bowers escribió a su madre y hermanas, Wilson a su esposa, con la que compartía un fuerte sentimiento religioso, Scott a su esposa, su hijo, su madre y sus hermanas, a varios amigos. Scott, además, tenía la responsabilidad del jefe, por eso escribió también a la mujer de Wilson, a la madre de Bowers, a quienes habían ayudado a la expedición, y, finalmente, una carta abierta a todo el pueblo británico.

Me asombra cómo un hombre tan frío y distante, según los cronistas, pudo mantener la entereza y la calma y supo expresar tan profundos sentimientos para aliviar el dolor de los que quedaban. La cercanía de la muerte le hizo liberarse de personajes y dejó al desnudo su esencia, noble, sincera, humilde. Desde esa libertad, transparente y serena, se dirigió a su buen amigo, el escritor James Matthew Barrie, autor de Peter Pan: “Jamás encontré en la vida a un hombre a quien haya admirado más que a ti, pero nunca quise demostrarte mi admiración: tú tenías tanto para dar y yo tan poco…”.

El aparentemente orgulloso e inseguro Scott había experimentado un increíble cambio ante el inevitable desenlace. Así acaba su misiva al pueblo británico: “Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia que hablase de la audacia, la entereza y el coraje de mis compañeros, que habría conmovido el corazón de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que las cuenten.”

El 29 de marzo escribe una última anotación en su diario. Con la dignidad y la serenidad que le ha ido dando este largo pulso con la muerte: “Vamos a aguantar hasta el final, pero estamos cada vez más débiles, y el final puede que no esté lejos. Es una pena, pero creo que ya no puedo seguir escribiendo… Por Dios, cuidad de los nuestros.”


                                                   Última anotación del diario de Scott


La gran lección de Scott y sus hombres: aceptar el fracaso, el sufrimiento y la muerte, y enfocarse hacia algo superior. Conformarse con su destino, en el sentido de con-formarse: conseguir una forma, una obra coherente para entregarla al Ser, en el regreso al Origen.

Puede resultar más fácil conformarse cuando uno ha tenido una vida larga, serena y feliz. Cuando te vas con el amor de tus hijos y nietos, de los que has tenido tiempo de despedirte y a los que dejas un futuro estable y próspero… Pero, ¿y cuando la muerte llega en torno a los cuarenta, como en el caso de Scott y Wilson, o los veintiséis de Bowers? ¿Y cuando quisieras, con toda tu alma, ver por última vez a tu madre y hermanas, abrazar a tu esposa, besar a tu hijo? ¿Y cuando morir así, en el hielo, era lo último que esperabas porque, aunque el peligro era evidente, nadie espera morir joven, en plenitud de facultades, con tanto por hacer?

Entonces aparece la esencia de la persona. Algunos se rebelarían contra el destino, contra sí mismos, contra Dios, y desaprovecharían el momento más importante de sus vidas. Otros, como ellos, nos dan un ejemplo de aceptación y entrega, de creatividad y audacia, de responsabilidad y coherencia, y consiguen la Obra que los real-iza, es decir, los hace reales y los eleva, mientras la mayoría sigue a ras de tierra, en este mundo virtual, Mátrix de locura, sueño, comodidades y egoísmo.
Ellos habían despertado. Por eso eran capaces de hablar con tanto desapego de la cercana muerte. Las circunstancias más adversas les hicieron quitarse máscaras y disfraces, poses y añadidos y vivir, poco o mucho es lo de menos, desde su ser original, con la libertad del que sabe que no tiene nada que perder ni nada que ganar porque ya Es.

sábado, 1 de febrero de 2014

Penúltimos en el mundo; primeros en lo Real. Poética del fracaso II



            Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, el sufrimiento, la lucha, la pérdida, y han descubierto su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa. La gente bella no surge de la nada.
 
                                                                                  Elisabeth Kübler-Ross

 
Ana Gimeno, maestra inolvidable, solía aconsejarnos que, cuando atravesáramos un bache o dudáramos sobre una decisión a tomar, nos preguntáramos: ¿cuánta gloria va a traerme? Estas cinco palabras, o la esencia de su mensaje, me han ayudado a serenarme en momentos difíciles, y a discernir si algo valía o no la pena.
            Es fácil ser optimista cuando las cosas van bien. Lo raro es seguir siéndolo cuando la vida te da un palo, o varios. ¡Qué bien se calibra entonces el nivel de ser de las personas, su valor esencial!
            El reto es mantener la calma cuando todo se pone en contra y no hay donde agarrarse. ¿Quién se agarra?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿para qué?
Y, si logras aguantar el tipo, y puedes aún mirarte al espejo sin avergonzarte, porque no te has traicionado a ti mismo, y has logrado conservar la dignidad contra viento y marea, descubres que no necesitas que nada ni nadie de este mundo te sostenga, que tú, asido a lo Real, eres sostén firme, en un universo que te mira con gratitud y respeto.
             Pobre de aquel que no pueda decir esto de sí mismo cuando suene la trompeta.
            Trabajemos mientras hay luz, para que nos encuentren fieles y dignos, fiables, como lo edificado sobre roca, libres, capaces de amar.

 
Charles-de-Foucauld

Hace unos días, Daniel nos recordaba cómo Charles de Foucauld intentó durante toda su vida, con grandes esfuerzos, ser el último, pero al final, y así lo reconoció, tuvo que conformarse con ser el penúltimo, porque el último era, y es siempre, el gran perdedor para el mundo, el verdadero vencedor en lo Real: Jesucristo.

El perdedor que admiramos no es el pesimista frustrado, que puede hasta disfrutar morbosamente de su derrota, sino el ser humano desapegado, alegre y libre, que no teme ni ambiciona, que se ha liberado de expectativas y falsas creencias, dejando atrás al fantasma del ganador que soñaba que era.




Otro maestro del saber perder, que ya ha aparecido por aquí en otras ocasiones, es Alexis Zorba, más conocido como Zorba, el griego, de la novela de Kazantzakis y la película de Cacoyannis, con esa transparencia de los que se han vuelto como niños, y saben soltar, encajar los fracasos y mirar hacia adelante, sin perder la alegría de vivir.

Y recuerdo una anécdota reciente, uno de esos detalles que, como diría el Principito, suelen pasar inadvertidos para las personas mayores, y son los que van tejiendo la vida, la Obra que estamos llamados a culminar.
Estábamos comiendo toda la familia en una pizzería, celebrando los ochenta años de mi padre, y a mi sobrino pequeño se le derramó la coca-cola en su preciosa sudadera nueva, color verde pistacho. Fui testigo, como tantas otras veces, de su sabiduría esencial. Le bastaron cinco segundos de disgusto, o, más bien, de asombro y aceptación de Lo Que Es, para recuperar su sonrisa luminosa.
Muchos adultos, ante un accidente tan insignificante, reaccionarían de un modo exagerado, con evidente fastidio; alguno hasta vería arruinada la comida e incluso la tarde. Un niño sano, aún no corrompido por la vanidad del mundo, no se permite perder un minuto de vida, de realidad.  


A veces hacen falta muchos años, décadas, acaso toda una vida, para recuperar la inocencia, esa capacidad de asombro, de estar despierto y vivir de verdad, ya no sobrevivir o malvivir en ese territorio irreal que media entre el miedo y el deseo, plagado de proyecciones y recuerdos, donde se echan a perder tantas existencias, anodinas y somnolientas.


 

              Con el permiso de mi buen amigo Antonio, transcribo algo que me dijo hace unos días, cuando reflexionábamos sobre estos temas:
   “Es verdad que los niños son los grandes perdedores, y lo son cuando les quitan esa mirada especial que poseen y con la que santifican el mundo. Para ser verdaderamente contemplativos, hay que encontrar un equilibrio entre expansión y concentración. Algo que tanto nos cuesta a los adultos es de lo más sencillo para los niños. Basta verles jugar, para observar como pueden ser mágicamente expansivos y concentrados a la vez. Solo cuando somos pobres de espíritu, cuando abandonamos todo lo que nos hace creernos ganadores en este mundo podemos volver a jugar, en este y en el otro, con la magia de este equilibrio.”




Audrey Hepburn, irrepetible "perdedora" en el personaje de la dulce y alocada Holly, de Desayuno con diamantes, y en su vida sentimental. Qué encantadora y elegante manera de perder...; sin asomo de amargura, con el asombro intacto de los niños y la generosidad desbordante de los que han comprendido e integrado la única lección que vinimos a aprender, los que han visto la Meta verdadera y hacia ella caminan.