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sábado, 11 de enero de 2014

¿Ganar o perder? Poética del fracaso I


                  Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.

                                                                                 Samuel Beckett

 
El astro de tu nacimiento es una estrella errante y en transformación. Estas, ay, niño de lo venidero, son las maravillas que darán testimonio de que eres un Dios verdadero.
C. G. Jung




 
                              La leyenda de la ciudad sin nombre, Joshua Logan, 1969
                                              Canción: Nací bajo una estrella errante

             Nunca pude entender cómo Elizabeth (Jean Seberg) prefirió a “Socio” (Clint Eastwood), pudiendo despertarse cada mañana junto al fracasado de voz cascada y alma noble, Ben Runsom (Lee Marvin). Cuando vi La leyenda de la ciudad sin nombre por primera vez, me sorprendió que Elizabeth decidiera quedarse con uno de sus dos “maridos”, en lugar de seguir los tres juntos, viviendo felices ese “matrimonio” atípico. Estaba convencida de que se equivocaba renunciando a Ben.
¿Qué podía hacer que una niña de catorce años se identificara de tal forma con los perdedores? Me enamoraba el aparentemente burdo, pero digno y generoso Ben, mientras que el guapo y encantador “Socio” me caía bien, pero me dejaba fría.
 
Ahora que todos los libros de autoayuda, talleres de crecimiento personal y demás se esfuerzan por inculcarnos el pensamiento positivo: “cómo triunfar en la vida”, “leyes espirituales del éxito”…, reivindico la poética del fracaso, el “no puedo, me rindo, renuncio”…, la estética y la ética hermosas y crepusculares del perdedor.

Quizá por llevarlas tan metidas en las entrañas desde siempre, he fracasado tanto y tan a fondo. Qué le voy a hacer si se me da bien perder, si lo hago a conciencia… Tal vez ahí, en hacerlo a conciencia, reside la esencia de la victoria, ese triunfo que tal vez nadie conocerá, ni falta que hace.

            Conozco mis límites y los asumo; acepto ser el gusanito de Jacob (Is 41, 14-24). No es falsa humildad, sino objetividad, el reconocimiento de la nulidad, que repetía Gurdjieff, como base imprescindible de cualquier camino hacia lo Real, y que tan sincera y poéticamente expresa San Pablo: “Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (2 Co 12, 9-10)

            Que me atraigan los perdedores después de haber logrado ser una gran perdedora, sería acaso lógico (¿hay algo lógico en mi vida?), pero que me gustaran entonces, cuando la vida estaba llena de promesas… ¿Lo estaba realmente? ¿No son los niños los grandes perdedores del mundo? ¿Qué hay de prometedor en venir a “la jungla” e ir sumergiéndonos en la inexorable gran tribulación, perdiendo poco a poco la capacidad de vivir despiertos y libres?

            Pero es aquí donde, en sublime paradoja, los últimos se vuelven los primeros. Solo el que, a fuerza de golpes, fracasos, caídas y pérdidas, ha logrado constatar con todo su ser que está en “la jungla”, es capaz de prepararse para salir de ella, renunciando a la victoria en el mundo ficticio de los que, estando desnudos, creen llevar el lujoso traje nuevo del emperador (qué profundo y simbólico el cuento de Andersen). Entonces, como un samurái valiente y sin expectativas, está preparado para vencer en lo Real, recordando a Aquel que dijo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33).

            Porque nadie puede vencer al mundo si no es dejando de “hacer”, en el sentido de afanarse y desvivirse, para “dejarse hacer”, dejarse respirar, dejarse vivir por la Vida.

Lo demás son victorias ficticias, de esas del pez grande que se come al chico, o de los graneros llenos que se pudrirán, porque el necio que ha acumulado sin sentido, esa noche entregará su vida (Lucas 12, 16-20), o del reconocimiento efímero y ponzoñoso que pueden dar los dormidos o, peor, los muertos que parecen vivos.

            Seguiré entrenándome para saber perder mejor cada vez, pues no es tan fácil; es preciso un largo e intenso aprendizaje, ya que el secreto de perder bien, limpiamente, dignamente, brillantemente, es saber vencer.
¿A quién? A ti mismo.
Y después, solo después, con Él, al mundo.
           
            Que se queden los optimistas recalcitrantes de la new age con el camino-falacia de la autoliberación. Yo sigo en mi impotencia fértil, que se inunda de luz cuando recuerdo que no estoy sola en mi limitada condición humana, en mi caída, porque Alguien, el único verdadero vencedor, también aparentemente fracasado para el mundo en su momento, me ha levantado y me ha ensalzado, porque me ama sin medida.

Sí, a mí, a la perdedora, al desastre, el colmo de la impotencia, nacida bajo una estrella errante para ser incapaz de ir a ningún sitio… Bendito no-lugar de donde me ha recogido el Rey de los perdedores, de los fracasados, de los que lloran.

            Que “hagan” ellos, los llamados para la gloria del mundo, mientras yo aprendo a “dejarme hacer”, pues es otra Gloria la que me llama y me inspira. 

            No en vano, mis personajes favoritos de la literatura y el cine son los grandes derrotados, como Sidney Carton, de Historia de dos Ciudades. Los que saben perder como él son los verdaderos triunfadores, porque siguen a Aquel que conoció la derrota más amarga, para alcanzar el único triunfo verdadero.


 
                                               Historia de dos ciudades, Jack Conway, 1935 


           Y así, mi escena favorita de El Quijote, desde que lo leí por primera vez hace más de tres décadas, es su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna. Y de la novela Martin Eden, su épico suicidio, consciente y lleno de belleza.

De la Ilíada, cuando el rey Príamo se arrodilla ante Aquiles, asesino de su hijo Héctor, para recuperar el cadáver destrozado del valiente “domador de caballos”.


 
                                                    Troya, Wolfgang Petersen, 2004
 
 
De la película, y la novela, Espartaco, la conversación de este con Antonino, a quien ama como a un hijo, antes de darle una muerte rápida, para evitarle la larga y dolorosa agonía de la crucifixión.

 
                              Espartaco, Stanley Kubrick, 1960. Guión de Dalton Trumbo

 
Por eso llevo años enamorada de los perdedores de la Antártida, sobre todo de aquellos cuyo fracaso es más claro: de Scott y de sus cuatro compañeros, frente a todos los que sobrevivieron, del taciturno, misterioso Mc Nish, más que del carismático y admirado Shackleton, del alcohólico y noble Johansen, frente al prepotente y déspota Amundsen, el “vencedor”, que llegó a caerme francamente mal hasta que descubrí que en el fondo era tan perdedor como Scott, aunque le faltara su elegancia.
            En próximas entradas, empezarán a hablar todos ellos, mis antihéroes de la Antártida, desde ese no lugar–no tiempo donde me encontraron y me unieron para siempre a su desierto blanco, fértil como ningún desierto.
            Porque, aunque para el mundo se pueda decir que he escrito una novela basada en sus aventuras, en lo Real han sido ellos los que me han dictado cada palabra, me han hecho vislumbrar cada imagen, latir en sus venas, morir sus muertes y vivir ese despertar radiante, ese "día de maravillas", que para cada uno fue el cumplimiento de su destino y su misión.

 

miércoles, 1 de enero de 2014

"Todo irá bien"



                                             María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
 
                                                                                                                    Lucas 2, 19





                                                                          Bendecid, que para esto hemos sido llamados,
                                                                         para ser herederos de la bendición.
                                                                                                                                  1 Pe 3, 9

            
              Dice Henry Nouwen que dar una bendición crea aquello que pronuncia. La bendición tiene que ver con la afirmación de la bondad original del otro. Tal vez por eso me gusta tanto y me mueve por dentro la Bendición de El Libro de los Números, que la liturgia propone para recibir el nuevo año:

El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor.
El Señor se fije en ti y te conceda la paz.

                                            Números 6, 24-26


                Entremos en 2014 con alegría y confianza, saliendo definitivamente del sueño que nos impide reconocer nuestra bondad esencial. Acojamos con gratitud y buen ánimo la bendición que el Señor nos ofrece sin cesar, conscientes de que Él, fiel a su promesa, está con nosotros siempre (Mt 28, 20), en cada acontecimiento, cada encuentro, cada ausencia, cada palabra, cada silencio, cada alegría y cada tristeza, porque nada ni nadie nos puede separar de Su amor (Rom 8, 38-39).
 
               Teniéndole a Él de nuestra parte, nada logrará abatirnos ni robarnos la paz. Entonces, como decía la optimista y audaz Juliana de Norwich, hace más de seiscientos años, todo irá bien, y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien (all shall be well, and all shall be well, and all manner of things shall be well).
 
 

                                        Presentación de Jesús en el Templo, Fra Angelico

               La mejor, más efectiva y poderosa bendición que podemos dar y darnos tiene que ver con lo que hoy leemos en el Evangelio: y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción (Lc 2, 21).
Si dudamos de que todo irá bien, podemos recordar las palabras de San Bernardo y pronunciar, compartir, pensar y sentir este Nombre nuevo y antiguo, Nombre eterno, que no separa ni divide como el resto de los nombres, sino que ilumina, transforma y da la Vida:
El nombre de Jesús no es sólo luz, también es alimento. ¿No te sientes reconfortado siempre que lo recuerdas? ¿Hay algo que sacie tanto el espíritu del que lo medita? ¿O que pueda reparar tanto las fuerzas perdidas, fortalecer las virtudes, fomentar el amor?
               Que el Nombre de Jesús nos bendiga cada día de nuestra vida y que seamos capaces de conservar la gracia y los dones recibidos, meditándolos en el corazón, como hacía María, Madre de Dios, misterio que hoy celebramos para iniciar el nuevo año a la luz misericordiosa de su mirada.