Da
igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Samuel
Beckett
El astro de tu nacimiento es una estrella
errante y en transformación. Estas, ay, niño de lo venidero, son las maravillas
que darán testimonio de que eres un Dios verdadero.
C. G. Jung
Canción: Nací bajo una estrella errante
Nunca
pude entender cómo Elizabeth (Jean Seberg) prefirió a “Socio” (Clint Eastwood),
pudiendo despertarse cada mañana junto al fracasado de voz cascada y alma noble,
Ben Runsom (Lee Marvin). Cuando vi La leyenda
de la ciudad sin nombre por primera vez, me sorprendió que Elizabeth
decidiera quedarse con uno de sus dos “maridos”, en lugar de seguir los
tres juntos, viviendo felices ese “matrimonio” atípico. Estaba convencida de que se
equivocaba renunciando a Ben.
¿Qué
podía hacer que una niña de catorce años se identificara de tal forma con los
perdedores? Me enamoraba el aparentemente burdo, pero digno y generoso Ben,
mientras que el guapo y encantador “Socio” me caía bien, pero me dejaba fría.
Ahora
que todos los libros de autoayuda, talleres de crecimiento personal y demás se
esfuerzan por inculcarnos el pensamiento positivo: “cómo triunfar en la vida”, “leyes
espirituales del éxito”…, reivindico la poética del fracaso, el “no puedo, me
rindo, renuncio”…, la estética y la ética hermosas y crepusculares del
perdedor.
Quizá
por llevarlas tan metidas en las entrañas desde siempre, he fracasado tanto y
tan a fondo. Qué le voy a hacer si se me da bien perder, si lo hago a
conciencia… Tal vez ahí, en hacerlo a conciencia, reside la esencia de la
victoria, ese triunfo que tal vez nadie conocerá, ni falta que hace.
Conozco mis límites y los asumo;
acepto ser el gusanito de Jacob (Is
41, 14-24). No es falsa humildad, sino objetividad, el reconocimiento de la nulidad, que repetía Gurdjieff, como base imprescindible de cualquier camino hacia lo
Real, y que tan sincera y poéticamente expresa San Pablo: “Muy a gusto me
glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso
vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las
persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil,
entonces soy fuerte.” (2 Co 12, 9-10)
Que me atraigan los perdedores
después de haber logrado ser una gran perdedora, sería acaso lógico (¿hay algo
lógico en mi vida?), pero que me gustaran entonces, cuando la vida estaba llena
de promesas… ¿Lo estaba realmente? ¿No son los niños los grandes perdedores del
mundo? ¿Qué hay de prometedor en venir a “la jungla” e ir sumergiéndonos en la
inexorable gran tribulación, perdiendo poco a poco la capacidad de vivir despiertos y
libres?
Pero es aquí donde, en sublime
paradoja, los últimos se vuelven los primeros. Solo el que, a fuerza de golpes,
fracasos, caídas y pérdidas, ha logrado constatar con todo su ser que está en “la
jungla”, es capaz de prepararse para salir de ella, renunciando a la victoria
en el mundo ficticio de los que, estando desnudos, creen llevar el lujoso traje
nuevo del emperador (qué profundo y simbólico el cuento de Andersen). Entonces, como un samurái valiente y sin expectativas, está
preparado para vencer en lo Real, recordando a Aquel que dijo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33).
Porque nadie puede vencer al mundo
si no es dejando de “hacer”, en el sentido de afanarse y desvivirse, para
“dejarse hacer”, dejarse respirar, dejarse vivir por la Vida.
Lo
demás son victorias ficticias, de esas del pez grande que se come al chico, o de
los graneros llenos que se pudrirán, porque el necio que ha acumulado sin
sentido, esa noche entregará su vida (Lucas 12, 16-20), o del reconocimiento efímero y ponzoñoso
que pueden dar los dormidos o, peor, los muertos que parecen vivos.
Seguiré entrenándome para saber
perder mejor cada vez, pues no es tan fácil; es preciso un largo e intenso
aprendizaje, ya que el secreto de perder bien, limpiamente, dignamente,
brillantemente, es saber vencer.
¿A
quién? A ti mismo.
Y
después, solo después, con Él, al mundo.
Que se queden los optimistas
recalcitrantes de la new age con el
camino-falacia de la autoliberación. Yo sigo en mi impotencia fértil, que se
inunda de luz cuando recuerdo que no estoy sola en mi limitada condición
humana, en mi caída, porque Alguien, el único verdadero vencedor, también
aparentemente fracasado para el mundo en su momento, me ha levantado y me ha
ensalzado, porque me ama sin medida.
Sí,
a mí, a la perdedora, al desastre, el colmo de la impotencia, nacida bajo una
estrella errante para ser incapaz de ir a ningún sitio… Bendito no-lugar de
donde me ha recogido el Rey de los perdedores, de los fracasados, de los que lloran.
Que “hagan” ellos, los llamados para
la gloria del mundo, mientras yo aprendo a “dejarme hacer”, pues es otra Gloria
la que me llama y me inspira.
No en vano, mis personajes favoritos
de la literatura y el cine son los grandes derrotados, como Sidney Carton, de
Historia de dos Ciudades. Los que saben perder como él son los verdaderos
triunfadores, porque siguen a Aquel que conoció la derrota más amarga, para
alcanzar el único triunfo verdadero.
Y así, mi escena favorita de El Quijote, desde que lo leí por primera vez hace más de tres décadas, es su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna. Y de la novela Martin Eden, su épico suicidio, consciente y lleno de belleza.
De
la Ilíada, cuando el rey Príamo se arrodilla ante Aquiles, asesino de su hijo
Héctor, para recuperar el cadáver destrozado del valiente “domador de
caballos”.
De
la película, y la novela, Espartaco, la conversación de este con Antonino, a
quien ama como a un hijo, antes de darle una muerte rápida, para evitarle la larga y dolorosa agonía de la crucifixión.
Por
eso llevo años enamorada de los perdedores de la Antártida, sobre todo de
aquellos cuyo fracaso es más claro: de Scott y de sus cuatro compañeros, frente a todos
los que sobrevivieron, del taciturno, misterioso Mc Nish, más que del carismático y admirado Shackleton, del
alcohólico y noble Johansen, frente al prepotente y déspota Amundsen, el “vencedor”, que llegó a caerme
francamente mal hasta que descubrí que en el fondo era tan perdedor como
Scott, aunque le faltara su elegancia.
En próximas entradas, empezarán a
hablar todos ellos, mis antihéroes de la Antártida, desde ese no lugar–no
tiempo donde me encontraron y me unieron para siempre a su desierto blanco,
fértil como ningún desierto.
Porque, aunque para el mundo se pueda decir que he escrito una novela basada en sus aventuras, en lo Real han sido ellos los que me han dictado cada palabra, me han hecho vislumbrar cada imagen, latir en sus venas, morir sus muertes y vivir ese despertar radiante, ese "día de maravillas", que para cada uno fue el cumplimiento de su destino y su misión.
Porque, aunque para el mundo se pueda decir que he escrito una novela basada en sus aventuras, en lo Real han sido ellos los que me han dictado cada palabra, me han hecho vislumbrar cada imagen, latir en sus venas, morir sus muertes y vivir ese despertar radiante, ese "día de maravillas", que para cada uno fue el cumplimiento de su destino y su misión.