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domingo, 24 de junio de 2012

Dignidad. IF, Kipling






                                                            Dignity, Deacon Blue

 Una preciosa historia sobre un barrendero que trabaja, vive y sueña dignamente,
porque ha encontrado la semilla de la dignidad en su interior.



                                                           SI

Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila,
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en ti mismo una fe que te niegan,
pero nunca desprecias las dudas que otros tengan.
Si esperas en tu puesto, sin fatiga en la espera.
Si engañado, no engañas.
Si no buscas más odio, que el odio que te tengan.
Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres.
Si al hablar no exageras lo que sabes y quieres.
Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo.
Si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
Si al alcanzar el triunfo o llegar tu derrota,
a los dos impostores los tratas de igual forma.
Si logras que se sepa la verdad que has hablado,
a pesar del sofisma del orbe encanallado.
Si comienzas de nuevo la obra perdida,
aunque esta obra sea la de toda tu vida.
Si arriesgas de un golpe y lleno de alegría
tus ganancias de siempre a la suerte de un día
y pierdes y te lanzas de nuevo a la pelea,
sin decir nada a nadie de lo que es, ni lo que era.
Si logras que los nervios y el corazón te asistan,
aun después de su fuga, de tu cuerpo en fatiga,
y se agarren contigo cuando no quede nada,
porque tú lo deseas y quieres y mandas.
Si hablas con el pueblo y guardas la virtud.
Si marchas junto a reyes con tu paso y tu luz.
Si nadie que te hiera llega a hacerte la herida.
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.
Si llenas el minuto, inolvidable y cierto,
de sesenta segundos que te llevan al cielo,
todo lo de esta tierra será de tu dominio,
y mucho más aún...,
¡serás Hombre, hijo mío!


                                                                                  RUDYARD KIPLING



             En la última de nuestras fructíferas y largas conversaciones, Ana me dijo que Kipling estaba en el Cuarto Camino y que, en El Libro de la Selva, la selva es la vida y Mowgli encuentra, en la muchacha del poblado, su "ser polar". Le dije que entonces debía estar en el Quinto Camino, más que en el Cuarto, aunque tal vez ni siquiera él se hubiera dado cuenta, y coincide conmigo en que así debía ser.
              En Google, tratando de confirmarlo, leo que Kipling era masón. Cómo le hubiera extrañado el temor y el rechazo que, por pura ignorancia, despierta hoy la masonería (incomprensible para quien se ha molestado en estudiar sus raíces cristianas); y cómo le habrían entristecido las luchas internas entre las corrientes actuales de la vieja Orden.
            Cada verso del famoso poema If contiene una enseñanza viviente. Trato de recitarlo en silencio, primero en inglés y luego en castellano, en una de sus muchas versiones, por ver si lo recuerdo bien (lo aprendí con catorce años), y me doy cuenta de que el poema está hablando de mi propia vida. Cuando era una adolescente que empezaba a descubrir el sinsentido del que nos hemos rodeado, cada verso resonaba en las fibras más sensibles de mi ser. Pensé que era por la belleza y la profundidad del poema, pero había algo más... Era como una especie de vaticinio o premonición, y mi Yo real así lo sentía.
             La esencia de todas las Tradiciones y su mensaje atemporal están contenidos en este poema que canta a la dignidad de aquel que es consciente de existir y observa, respeta y acepta, y se observa y Trabaja sobre sí mismo. Recomiendo releerlo, saboreando cada palabra y, sobre todo, cada silencio.

domingo, 17 de junio de 2012

Morir ahora



                                            Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
                                            pero si muere, da mucho fruto.

                                                                                                     Juan 12, 24


                                    
                                                                                   Morid antes de morir.
  
                                                                                                 Muhammad



                                             El hombre que muere antes de morir no muere cuando muere.

                                                                                            Abraham de Santa Clara



   Morir ahora, sin obligaros a vestir de luto o a llorar.
              Que no tengáis que ver mi perfil bueno, o el malo, o ese que nadie ve, tras un frío cristal, y mi cuerpo delgado envuelto en blanco roto, con lo mal que me sientan el blanco y los rotos.
              Morir ahora, sin cubrir vuestros amaneceres de sombras y vacíos.
              Morir ahora, sin provocar un solo pésame ni una condolencia ni una misa, porque el mensaje aún no ha sido enviado, ni un olor a ceniza nueva en el aire, ni visitas a una lápida bajo la que no estaré.
              Morir ahora, ahora, con un par; morir a bocajarro sin que nadie llegue nunca a saberlo.
              Morir ahora, de una vez, ¿cuántos amagos van?
              Morir hoy, morir ahora, morir ya, para seguir viviendo o empezar a vivir.

domingo, 10 de junio de 2012

Libélula

          
           Hace dos años que escribí sobre esta experiencia, para no olvidarla, y me salió una especie de microrrelato. Pero fue tan real como lo más real que haya vivido. Suele suceder, que lo más increíble de lo que vivo y escribo es precisamente lo más cierto.


Porque, como los ojos del murciélago son a la luz del día, así es nuestro ojo intelectual a aquellas verdades que son las más evidentes de todas.
                                                                                                            Aristóteles





            Decían, dicen, los egipcios que, cuando el cuerpo duerme, el alma navega por otras dimensiones, donde las fuerzas cósmicas están descontroladas y amenazan las posibilidades de seguir evolucionando que hayamos logrado.
            Ahora sé que aquella noche yo debía de estar viajando por la Duat[1] y a la vez en este mundo de formas y contornos, de sueños encarnados. Desperté, fui al baño y encontré una especie de libélula azul, más larga que mi brazo, posada en el suelo. A pesar de ser tan grande, parecía muy frágil. Todo en ella era esbelto y traslúcido; las alas, enormes, de un malva tornasolado; las patas, delgadísimas; la cabeza, larga, levemente inclinada hacia la izquierda, como si me mirara. Sí, me estaba mirando mirarla. Sin pensarlo dos veces, cogí la toalla del lavabo y, con manos temblorosas, se la eché encima. Esperé unos instantes por si escapaba, pero me di cuenta de que el peso de la toalla, que además estaba algo húmeda, era superior a sus fuerzas. Luego cerré la puerta, fui al otro cuarto de baño y me acosté con una desazón fría y lúgubre. Pensé que por la mañana tendría valor para alzar la toalla y rematar aquello o tirar aquello o... salvar aquello. Apenas dormí, había sido un gesto cobarde, cruel e innecesario, cubrir con la toalla letal aquel cuerpo insólito con atisbos de conciencia. Cerrar la puerta y apagar la luz habría sido suficiente para que saliera por la ventana, que estaba abierta. ¿O no estaba abierta?
            A la mañana siguiente, con la lucidez serena que suele darme el insomnio, abrí la puerta del baño y levanté la toalla sin miedo ni aprensión, con un gesto esencial que me sorprendió a mí misma. No había ni rastro de la libélula.
            Cualquiera podría pensar que lo imaginé o lo soñé, pero la toalla estaba en el suelo, y yo nunca dejo toallas en el suelo por capricho o por descuido. Aunque no volví a verla, sé que la libélula era real, más real sin duda que muchas personas de las que encuentro por la calle, en el metro, en la cola del banco, en el supermercado, más real que tantos autómatas guiados por el sueño y la mentira. La libélula era real, y lo real no desaparece así como así. Debe seguir en la Duat, tratando de iluminar el camino a algún alma recién desencarnada, con la que es probable que me confundiera; en esos días no era difícil confundirme con un alma en pena. Tal vez la libélula se equivocó de dimensión o solo fue un primer anticipo de las señales que vendrían después, que aún siguen viniendo.
            O acaso algo activó en mí uno de esos resortes que permiten atravesar planos de existencia y ver con sentidos que están más allá de los sentidos físicos, con ojos que ven y oídos que oyen.


             Libélula gigante, creada en laboratorio. La que yo conocí, o reconocí, era mucho más esbelta, más bella y delicada.

             

[1] Duat: inframundo de la mitología egipcia. El lugar donde se celebra el juicio de Osiris y donde el espíritu del difunto debe deambular por lugares enigmáticos, entre genios malignos o benéficos, y pasar por una serie de puertas en diferentes etapas del viaje.

domingo, 3 de junio de 2012

Feria del Libro. La memoria del Mar


              El sábado, día 9, de 18:30 a 21:30, estaré firmando ejemplares de mi nuevo libro, La memoria del Mar, y del resto de mi obra, en la caseta 161 de la Feria del Libro de Madrid.

              A continuación incluyo el prólogo, de Enrique Martínez Lozano, por si a alguien le puede interesar.



            Los poetas y los místicos transitan caminos cercanos. Caminos que se encuentran más allá de las palabras y más allá de los conceptos, aunque luego unos y otros hayan de recurrir a la palabra para expresar lo experimentado. Y la palabra se hace entonces paradoja, metáfora y poesía, con la que intentan balbucir lo que han palpado en el territorio del Silencio primordial, lugar de nuestro Origen y nuestro Destino.
            En realidad no es un “lugar”, porque trasciende las coordenadas espacio-temporales, sino el No-lugar de nuestra identidad que, sin embargo, olvidamos al identificarnos con nuestra mente. Tal identificación nos otorgó una “pseudoidentidad” (el “yo separado”), a la que absolutizamos y a partir de la cual organizamos toda nuestra existencia. La identificación con la mente nos sumió en el olvido de quiénes éramos y abrió la puerta a la confusión y al sufrimiento.
            Cuenta una vieja leyenda judía que, en el momento de nacer, un ángel nos golpea en la boca para imponernos silencio, tratando así de impedir que hablemos del mundo celestial que hasta entonces era nuestro hogar. Pareciera que el ángel ha hecho tan bien su trabajo que, no solo no hablamos de ello, sino que incluso lo hemos olvidado por completo.
            Por eso, conocer quiénes somos equivale a recordar. Y a esto nos ayudan, de una manera especial, místicos y poetas. Es lo que nos regala Eugenia Domínguez: palabra hecha poesía, experiencia viva que podrá despertar “ecos” de nuestra identidad profunda, memoria de lo que realmente somos. Porque Eugenia posee el don de transmitir, en palabras sencillas, experiencias profundas y universales que tienen el sabor inconfundible de la no-dualidad y que despiertan el “recuerdo” de lo que somos.
            Recordar (re – cor/cordis) significa  “volver al corazón”. Seguramente por ello, en alguna tradición espiritual “recordar” equivale a “despertar”. Al recordar, salimos del sueño y empezamos a ver.
Los poemas de Eugenia hacen un guiño al corazón, en forma de nostalgia y evocación: recordamos el Mar de donde venimos y adonde vamos, y el Mar nos recuerda y nos llama para hacer posible el reencuentro con lo que, a pesar del olvido, siempre hemos sido.
            Los hombres y mujeres sabios, de todos los tiempos y latitudes, han sido aquellos que nos han recordado la verdad de nuestra naturaleza. Como una manera de mostrarlo, Eugenia nos ofrece una serie de textos de diferentes tradiciones y procedencias, unidos bajo un denominador común: la sed del encuentro en la Unidad olvidada.

            A la verdad de lo que somos, no podemos llegar a través de la mente, herramienta tan preciosa como limitada, porque ella es solo una pequeñita parte de nuestra identidad.
            Necesitamos, más bien, acallarla con suavidad para, sin sus interferencias, acceder a una experiencia inmediata, en la que emerge la consciencia clara de ser, el “Yo Soy” que siempre nos acompaña –la única certeza que permanece en la impermanencia de todo– porque nos constituye.
            En cualquier momento de nuestra jornada, como en cualquier etapa de nuestra historia, si nos volvemos hacia nosotros para preguntarnos: ¿qué hay?, la respuesta siempre es la misma: consciencia de ser. Sin predicados ni adjetivos, sin añadidos de ningún tipo. El “solo ser” de otro poeta inspirado, Jorge Guillén, en el que todos nos reconocemos:

                        Solo ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha.

            O el “no sé qué” que embelesaba a Juan de la Cruz, y que sigue cautivando a quien se permite escucharlo:

                        Por toda la hermosura
                        nunca yo me perderé,
                        sino por un no sé qué
                        que se alcanza por ventura.

            La consciencia –nuestra identidad última– es una, desplegada, manifestada y reflejada en infinidad de formas que, siendo todas diferentes, son sin embargo “lo mismo”.
            Al dejar de buscarnos como “yo separado”, emerge la Presencia consciente y amorosa que somos en profundidad, y así nos reencontramos, al re-cordarlo, en la admirable No-dualidad.
            Los poemas de Eugenia están transidos de esta intuición no-dual, que a veces se expresa en el contraste, al describir al ego insatisfecho y superficial que nos despista, y otras se manifiesta como Amor y Unidad esencial, que nos plenifica.
            Al leerlos, haremos bien en “dejarnos detener”. Es una poesía de cadencia pausada que, a la vez que nos serena, nos invita a dejar las prisas para quedarnos saboreando la vida que encierra.
            Y se expresa –no puede ser de otro modo– en paradojas constantes: ego/estar, esfuerzo/abandono, oscuridad/ver, aislamiento/encuentro en el otro y en todo, separación/unidad, nostalgia/realidad, desengaño/amor, ramas secas/savia, muerte/vida, desasimiento/plenitud…

Y en esa plenitud que es desasirme
de todo, siendo todo,
vuelo libre, mirando el universo,
tan pequeño y cercano,
             libre,
mirándolo y viéndolo.


            Paradojas que se resuelven, finalmente, en un “abrazo mayor”, en el Silencio no-dual:

            En el Silencio                                                
desaparece
cualquier contradicción
que las palabras crean
lejos de la Palabra.


Que sabe mirar:

Mirar como el que sabe                    
que todo Es en la mirada
que mira cuando mira y es mirada.


Hasta reconocerse en Todo:

La huella de mis pies se va borrando.
Son las olas que bailan y acarician;
veo su espuma fugaz.
Soy la espuma y ese niño que cruza
detrás de una pelota, sin mirarme.
Soy la espuma y el niño y ese viejo
bañando sus tobillos junto a una mujer joven
que también soy.
Soy la espuma, el niño, el viejo, la mujer,
el cielo pintado de colores
y el barco que a lo lejos
parece, parezco, saludar.
Soy el horizonte donde cielo y mar se unen,
lo más sutil de este paisaje,
tal vez lo más cierto.


            A medida que avanzamos en la lectura, se intensifican las imágenes que nos remiten a la no-dualidad y, en ese sentido, a lo esencial del “recuerdo”:

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.


            Para terminar en la explosión final de Presencia y Unidad:

                        Si logro estar alerta, me descubro:
            soy atención serena y sostenida,
            soy la mirada fiel, soy el aliento
            de una respiración que me respira,
            devolviendo mi esencia al universo.

            Si logro estar alerta, Lo descubro:
            es todo para mí,
            soy todo para Él.
            Soy real en el centro de mi ausencia,
            presencia Suya al fin
            y para siempre.
 
 
 
            A través de sus poemas, página a página, Eugenia nos ha ido conduciendo hacia nuestra identidad más profunda: pura Presencia, atemporal e ilimitada; Espacio consciente que todo lo abraza.
            Quiero invitar al lector a que, sin prisas en la lectura, se “deje detener” ante el más pequeño “eco” que se despierte en él, para escuchar a su propio “maestro interior”, que habla en el Silencio de la mente.
            Y quiero agradecer a Eugenia el regalo de estos versos que, gracias a su limpieza y docilidad, fluyen a través de ella, activando re-cuerdos olvidados y despertándonos a nuestra identidad.


Enrique Martínez Lozano