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domingo, 27 de mayo de 2012

Primer amor





                                                                                       Todo amor es la búsqueda de la Totalidad.

                                                                                                                                    Platón



A César, con cariño y agradecimiento, para que comprenda por qué es tan difícil que me convierta en alguien "normal".

                             
            Hoy he recordado aquella experiencia que nos propuso Ana: evocar "viejos mundos" para trascenderlos. Y he recordado también aquel cuento que me atraía y me asustaba, sobre una joven, casi una niña, que se enamora de un muchacho al que solo ve la cabeza a través de un ventanuco. Luego resulta que el chico tiene cuerpo de araña, un cuerpo enorme, rígido, cubierto de un vello espeso y oscuro, del que salen ocho patas flexibles, de más de dos metros.
Era una especie de cómic, no recuerdo bien los detalles, solo recuerdo que el miedo y la repulsión eran vencidos por el amor. Me fastidia no recordar tampoco el final y fantaseo con él. Tal vez ella le acepta como es, renuncia a que la llene y complete en todos los aspectos de su vida, porque sabe que nadie puede llenarte o completarte. Ella es libre, por eso es capaz de amar y, si no puede dar o recibir una caricia o un abrazo, aprende a valorar su presencia, ese amor que está más allá de la materia.
            En esa cabeza está su voz, sincera y profunda, su mirada generosa, su nobleza, lo que anhelaba en aquellas ensoñaciones de los quince años: sinceridad, unión, confianza... La chica se da cuenta de que, si encuentra en su interior lo que colme esos vacíos, logrará amarle y aceptarle como es y, si vence en sí misma lo oscuro y siniestro, nada de él volverá a asustarla. Ni siquiera su muerte, ni su ausencia.
He recordado esta historia que de niña me impresionó, ahora que se acerca el verano y en mi casa, y en mis sueños, empiezan a aparecer arañas. ¿Cómo seguir temiéndolas, si estuve enamorada de una de ellas?
Necesito saber cómo acaba, ¿dónde estará aquel libro con viñetas?, ¿por qué no consigo acordarme del final? Investigo en Google: hombre con cuerpo de araña, se enamora de una araña, cuerpo de araña y cabeza de muchacho, araña encantada... Sólo encuentro versiones del mito de Aracne, y no es eso… No es eso. Es hora de buscar dentro y evocar o concebir de nuevo el final de aquella historia, aunque me lleve años, o toda una vida.


            No nos separan nuestros cuerpos, ni el miedo que he sentido, que aún siento si dejo de mirar tus ojos o escuchar tu voz de mar y de abismo. No nos separa esa pesada puerta que no podemos abrir o no queremos abrir o no necesitamos abrir. No nos separa la muerte, que ya avanza por tus venas hacia tu corazón y habrá de unirnos en un lugar sin cuerpos ni puertas, sin rechazo, sin separación. ¿Cómo puede la muerte, cómo puede nada separar lo que ya es uno en esencia?
Sigue mirándome donde vayas, espérame donde vayas, que hemos triunfado de nuevo. Ni el espanto ha podido separarnos, ni el terror ha podido hacerme olvidar que soy en ti. Porque soy en ti y tú en mí, en este escenario truculento y en la paz que espera a los pocos que han logrado encontrar o evocar a su otro yo, y reconocerlo.               






La casa in riva al mare, del querido Lucio Dalla. Otra historia de amor imposible en este plano de luces y sombras. Pero un amor real, siempre nuevo, allí donde no hay tiempo ni espacio, ni muros o cárceles, ni ausencias ni separación.
            Lucio, su María y el chico-araña ya están allí. Y una parte de mí también; siempre permanecemos allí, nuestro hogar definitivo, si logramos recordar lo verdadero.



sábado, 19 de mayo de 2012

El novio de la muerte



            Escuchando El novio de la muerte en la voz de Javier Álvarez, te embarga una extraña melancolía; siempre pensando en tus padres, temiendo que sufran, temiendo perderlos... Hoy no piensas en ellos en realidad, evocas al padre y a la madre.
            No tiene que ver con la canción, ni con la guerra y sus dos bandos, ni con la muerte. La voz delgada, nada pretenciosa, de este cantante se atreve con una canción políticamente incorrecta y hace de ella un asombro dolorido, un poema universal.
            No sabes si es su voz frágil o la penumbra de esta tarde lluviosa, o las dos, o ninguna, lo que anuncia que es hora de buscar a la madre y el padre que llevas dentro, con su amor, su potencial creador y regenerador.









jueves, 10 de mayo de 2012

Que veinte años no es nada



                          Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde.
                   
                                                                                   Francisco Brines




                                                                       Sentir...
                                                                       que es un soplo la vida,
                                                                       que veinte años no es nada,
                                                                       que febril la mirada    
                                                                       errante en las sombras                      
                                                                       te busca y te nombra.

                                                                       Alfredo Le Pera y Carlos Gardel      



            Aquellos cafés de madrugada en un bar de obreros. Aquel chico rubio y delgado con mono azul que a menudo me invitaba. Otras veces invitaba yo. Fumábamos un cigarrillo, intercambiando algunas frases y algunos silencios, los dos tímidos. Luego, cada uno a su tarea; él, al taller mecánico; yo, al almacén donde me esperaba una bata del mismo azul que su mono.
          No lo he vuelto a ver, pero aún me conmueve su galantería honesta, limpia, de barrio humilde, del que solo tiene su trabajo y eso le basta y le honra.
         Como Proust su magdalena, añoro el sabor de aquellos cafés con leche en vaso de caña, cuando el alba se despedía de la noche y todo era transparente, también las monedas sobre la barra y los cigarrillos que nos ofrecíamos con gesto azorado, también la tristeza leve de las mañanas en que, quizás por un retraso del autobús, a pesar de que alargábamos el café, no coincidíamos.
          Ninguno de los hombres que vinieron después, ni siquiera, o mucho menos, los aparentemente más galantes y educados, ha logrado que olvide al chico con mono azul y uñas algo renegridas, siempre atento, amable en el sentido real de la palabra, con los ojos y la voz tan limpios.






miércoles, 2 de mayo de 2012

¿Por qué no disparas?



                                                                                 A Félix Domínguez,
                                                                                 niño de la guerra, que inspiró esta "mirada".


            Él era entonces pequeño, tendría unos diez años. Su madre le encargó salir del almacén donde estaban refugiados, cruzar la calle e ir a la cocina de casa, a por azúcar. Estaban en la zona nacional, a escasos metros de la republicana, en un Madrid dividido. Tenía que ir con cuidado y hacer el recado deprisa, pero no pudo evitar acercarse a los soldados que apuntaban con sus armas hacia el Colegio Conde de Romanones. La mayoría de los madrileños, como muchos españoles, eran de un bando u otro dependiendo de dónde los había encontrado la guerra. Uno de los soldados, que debía ser teniente o general porque llevaba el uniforme lleno de galones, le decía a un soldado raso jovencísimo:
– Pero, ¿por qué no disparas?
– Es que está mi hermano en el colegio –respondió, a punto de llorar, el soldado.
– ¡Te ordeno que dispares, joder! 
– No puedo, señor, que está mi hermano al otro lado –dijo el soldado-niño, mientras las lágrimas recorrían ya su rostro, tiznado de pólvora y hollín

            Me lo había contado un verano, setenta años después, comiendo en una terraza junto al mar. Guardé la escena en la memoria y en el corazón hasta que, en una duermevela lúcida, fui testigo de todo lo que sucedió, o pudo suceder, en este mundo o en otro.

            En el refugio, todos muy juntos, penumbra, humedad, hambre. Mis hermanas dormían, pequeñas, frágiles. Mi madre me envió a buscar azúcar a la casa familiar, a escasos metros. Llevábamos un día sin comer y no sabíamos cuánto tiempo tendríamos que estar en ese almacén pequeño y frío, sin camas ni sillas, con un ventanuco pequeño que apenas dejaba entrar un poco de luz.
            Cuando estaba a punto de llegar a casa, me encontré con un grupo de militares apostados en una especie de barricada construida con sacos de arena. El que parecía el jefe, por edad y por las insignias de su uniforme, era un hombre grueso, con la cara hinchada y los ojos turbios. Oí cómo le decía a un soldado muy joven, casi un niño:
– Eh tú, maricón, ¿por qué no disparas? –y escupió la “s” con saliva blanca.
– No puedo disparar, teniente, es que está mi hermano al otro lado –respondió el muchacho, tembloroso.
  ¿Tu hermano? No hay hermanos que valgan –siguió el gordo, rojo de ira– si está al otro lado es un hijo de puta enemigo. Vamos, no seas mierda y dispara.
– No puedo, señor. Es mi hermano.
            Yo quería ver la cara de aquel otro chico al que su hermano protegía. Le debía querer mucho, lo percibí en su voz, honda y serena a pesar del miedo. Le debía querer tanto como para desobedecer a aquel gordo con la cara colorada. Seguro que le castigarían, pensé, tal vez le fusilarían. Si le viera, le diría: oye, que tu hermano se la ha jugado por ti, le debes una, que ese gordo quería que disparara hacia aquí y él se ha negado, aunque el gordo gritaba y se ponía cada vez más rojo. Llegó un momento en que lo único que me importaba era recorrer los treinta metros que separaban una línea de la otra, como si el valor de ese chico pálido, que era también casi un niño, se me hubiera contagiado y me impulsara a continuar su hazaña. Me sentía orgulloso de aquel desconocido rubio, igual que yo entonces, barbilampiño y flaco, como casi todos los jóvenes en una adolescencia prolongada por el hambre, el miedo y la incertidumbre. Nunca he combatido en una guerra exterior, aunque sí en muchos combates y batallas interiores, pero imagino que las gestas heroicas se originan a partir de un impulso irrefrenable, como aquel que me nacía en el estómago y me subía hasta la garganta con un calor denso y áspero. También recuerdo que estaba lúcido como nunca hasta entonces. Yo sólo era un niño al que su madre esperaba angustiada, pero mi destino era un destino noble, de hombre sabio y generoso.
            No recuerdo exactamente cómo mi mente infantil pudo asimilar algo tan profundo, sólo sé que comprendí, con una certeza que luego he buscado en muchas circunstancias, que ante mí estaba la guerra, toda la guerra civil o incivil, y la Guerra, todas las guerras del mundo, habidas y por haber. Y sabía también que, a escasos metros, un joven asustado no entendía nada y mi mensaje podía cambiar su vida. O tal vez su muerte.
            Enseguida tracé un plan. Había un enorme canalón de aguas residuales desvencijado y oxidado que recorría parte de la distancia entre ambos bandos. Me expondría a las balas sólo unos siete u ocho metros, y no del todo, pues me podría cubrir con uno de los sacos de arena para barricadas que se veían desde mi posición. Decidido, si caía era por un fin noble. Si regresaba sabría que era valiente y que dos hermanos, separados por una barricada y un gordo colorado, volverían a sentirse unidos. Estaba seguro de que cuando llegara al otro lado y me vieran estaría a salvo. A un niño no le dispararían; los niños no éramos de ningún bando, ¿no?
            Apenas tomé la decisión, respiré hondo y empecé a arrastrarme, muy pegado al canalón. El gordo seguía gritando.
– Eres un cobarde, aquí no hay hermanos que valgan, hay aliados y enemigos. Vas a tener que irte con tu mamá, maricón de mierda.
Pero antes de que dejara de vociferar, yo ya había recorrido la mitad del trecho y en seguida llegué al extremo de la gruesa tubería. Una vez allí, extendí un brazo para coger la esquina de un saco de arena o de harina, no recuerdo bien. Cómo pesaba el condenado, igual pesaba más que yo... Ya no había marcha atrás. Me levanté un poco y, casi en cuclillas, con el pesado bulto protegiendo el lado derecho de mi cuerpo, donde podían impactar las balas, recorrí los siete metros que faltaban para alcanzar la línea enemiga del gordo, la línea hermana de mi héroe.
Al cruzar la barricada de un salto, creí haber caído en el infierno. Nadie se movía en la línea hermana y, sobre los adoquines grises, alrededor de los cuerpos de tres hombres jóvenes, una mancha roja iba creciendo. Me fijé en el que estaba más cerca de mí, aún respiraba, aunque tenía los ojos cerrados en un rostro idéntico al del chico que no quiso disparar porque podía matar a su hermano. Estaba casi seguro de que ya no podía oír, que nunca más podría oír, y aún así puse mi mano pequeña y sucia en su mejilla suave y dije a su oído unas palabras que me reconciliaron con Dios, con los hombres, conmigo mismo.
            Hay quien hace cosas importantes a los treinta, cincuenta o setenta años, quien no las hace nunca. Yo, a los diez años, hice algo que ha dado sentido a mi vida y se lo dará a mi muerte. Entonces, tal vez recuerde qué carajo pudo decir un mocoso impresionado a aquel chico moribundo, para que abriera los ojos y sonriera con la expresión más hermosa que he visto, antes de volver a cerrar aquellos ojos, azules de mar y de cielo, de inocencia y asombro, para siempre.